Picasso y los suyos
La búsqueda del parecido es una característica del retrato moderno. Ni en la antigüedad ni siquiera en el Renacimiento temprano destaca la recuperación de los rasgos y gestos propios del rostro del modelo, sin demasiada incidencia en la representación sobrecargada de motivos alegóricos que diluyen la identidad. El único retrato conservado del historiador Polibio, siglo II aC. recogido por Beard, es ajeno a cualquier semejanza realista e incluso se presenta con la indumentaria de un guerrero griego del siglo V aC. Además, el original se ha perdido y solo contamos con un vaciado en yeso que apunta un perfil genérico.
El retrato, pues, hasta tiempos recientes es un constante ejemplo de ostentación: de poder, de estamento social, de ilusionista figuración burguesa. Incluso hasta llegar al retrato actual, cuando se reproduce en transfiguración oblicua una mirada psicológica sobre el modelo idealizado en el taller del artista. Un diagnóstico sobre su tiempo, más bien. Desde este punto de vista, los retratos de Picasso reunidos ahora en la National Portrait Gallery de Londres poseen una calidad plástica y un valor testimonial diría iniciático: el pintor ajusta cuentas con la tradición del retrato desde la originalidad visual que define su obra, esa variedad y sorprendente innovación genial, pero a partir además de personajes cercanos que multiplican la densidad formal y el significado de las obras. Casi ochenta retratos de familiares, amigos y cómplices clarifican el proceso creativo de Picasso: del dibujo libre o del natural a la caricatura y la compleja reelaboración de elementos sencillamente pictóricos. Un soberbio catálogo-libro, responsabilidad de Elisabeth Cowling, acreditada picassiana formada en el Courtauld Institute de Londres, acompaña la muestra, que visitará ampliada Barcelona. Será en marzo y en el Museu Picasso.
¿Todavía Picasso? Pues sí, y basta el ejemplo de esta singular retrospectiva que recorre el ciclo entero del artista y su porfía encrespada con la figura humana. El montaje londinense, sin embargo, se resiente de la geometría de las salas. El laberíntico despliegue obliga a caprichosas asociaciones que solo resuelve la habilidad narrativa y los incisivos comentarios históricos y artísticos que introducen las obras. Es difícil alinear en una secuencia cerrada pinturas tan diversas como Autorretrato (1906), Mujer con los brazos unidos (1938), o el soberbio Retrato de Olga (1923), junto a la humorada de Jaume Sabartés tomando las medidas de Esther Williams, 1957,
sex symbol del momento. Quizás sea cierto, como observó el perspicaz esteta británico Wollheim, que Picasso apela al tacto para controlar la visión y neutraliza el efecto destructor de la mirada, en el pintor siempre protagonista, con resultados tan notables como el Retrato de Marie Thèrese (1935), de perfil y la cabeza inclinada hacia atrás que propone una poderosa dinámica de sombras y confiere al rostro una luminosidad visionaria. En contraste con el dibujo coetáneo de Dora Maar, acaso de factura académica pero similar intensidad visual, secundado por el desfile de figuras femeninas en brillantes variaciones: Jacqueline, Nusch Élouard, Sylvette, Françoise Gilot, Olga Khokhlova…. Una fértil idea de Pierre Daix al trazar la biografía pictórica de Picasso a partir del círculo mágico de sus amantes: Eva o la libertad, Olga o la estabilidad, Françoise o el compromiso entre otros luminosos points de répère de la pintura picassiana. Un relato sugerente visualizado al través, rico en complicidades inesperadas.
Picasso, insiste la crítica londinense, es un dibujante de fidelidad clásica –Miguel Angel, Leonardo, Raphael e Ingres se cuentan entre sus querencias–, a la vez que un deslumbrador e irreverente artífice de ideas plásticas que reaparecen “como sombras volátiles” en la década feliz de los treinta, el momento de Olga, Dora y el arrebato furioso del Guernica. Un arte apasionado que entrecruza misión y agresión en registro calladamente biográfico. Pienso en los planos cortantes sobrepuestos del collage cubista Cabeza de Fernande, el laberinto de línea y color que prefigura a Kahnweiler o en el ajuste postcubista que ilustra Mujer con sombrero ya en 1935, un año lustral para el pintor.
Otro golpe de tuerca inspira las gradaciones geométricas que recuperan la fecunda trama poscubista, también clasicista en estructura y color, que abre Retrato de Nusch Élouard, 1938, y continúa la versátil figuratividad del rostro de Jacqueline; ese retrato oval soberbio, con pañolón negro y ojos despiertos, rastro indeleble de las imágenes enigmáticas de El Greco. El inquietante Retrato de Igor Stravinsky, un apunte en grafito y de la época de los Ballets Rusos, especula con las gafas del músico que nos ofrecen una doble y curiosa refracción circular. Mirada y luz.
El tardío Autorretrato (1972), en tiza y carbón, desfigura el rostro del artista en una calavera descarnada que preludia el final, amenazador y terrible para Picasso, andaluz siempre, pero lúcidamente resignado ante el ocaso. Triste ejemplo de la secuencia gráfica realizada entre junio y julio de 1972 que aventura el desenlace. El testamento de un anciano enérgico señor del reino de las formas cuando adivina la presencia inexorable de las “postreras sombras”. El repaso a rebato de una obra. Las pinturas nunca se acaban, se detienen en un momento dado, confesaba al biógrafo y amigo Pierre Daix en esos días. “He terminado un dibujo. Creo que he tocado algo. No se parece en nada a lo que he hecho antes”. Autoportrait face à la
mort (1972), nos devuelve al testimonio autobiográfico del viejo dibujo de 1907 en gesto y forma. La verdad de una máscara. Final de partida.