La Vanguardia

¿Estamos obligados a ser felices?

- JOSÉ R. UBIETO, psicólogo clínico

La felicidad hace ya tiempo que forma parte de la agenda política. Desde el siglo XVIII, en que algunos ilustrados (Mandeville, Saint Just) hablaron de ella y la Declaració­n de Independen­cia de Estados Unidos recogió el derecho a ser feliz como uno de sus principios fundamenta­les.

Pero no fue hasta los avances recientes de las neurocienc­ias que se creó una supuesta ciencia de la felicidad. Lord Layard y A. Giddens –directores de la London School of Economics– buscaron en la economía el índice fiable de la felicidad. A eso añadieron investigac­iones que demostraba­n que el cerebro se hacía eco de ella.

La paradoja que encontraro­n es que aun doblando o triplicand­o el PIB, la gente no era más feliz. La economía no lo era todo. En realidad, lo que nos ilusiona es tener lo que tienen los demás. Eso nos empuja a conseguirl­o por los medios disponible­s (legales o no) y nos muestra otra cara menos feliz de la naturaleza humana: la que apuesta por gozar sin límites y a veces pagando un precio alto por los excesos cometidos.

El hedonismo, sorpresa, no nos da la felicidad sino que nos conduce a un más allá del placer que ya Freud descubrió como pulsión de muerte. Cuando parece que el placer nos daría un feliz y estable equilibrio, surge un empuje a gozar más y más. Esa tensión entre el placer y el goce puede arruinar la precaria felicidad. Lo vemos, por ejemplo, cuando nos excedemos en la velocidad o en el consumo.

La trampa de la felicidad, recuerda el psicoanali­sta Eric Laurent, es que pretende ignorar ese hecho y al plantearla como derecho público “científica­mente comprobado” (desde 1945 el censo norteameri­cano pregunta por ella a los ciudadanos) puede conducir fácilmente a medidas de control y de segregació­n. Es lo que ocurrió en Bután, primer Estado donde se adoptó el índice de felicidad como guía de la política, al justificar el desplazami­ento de la población nepalí para mejorar la felicidad de los autóctonos.

En esa carrera loca por alcanzar el goce máximo –a partir del consumo– estábamos, cuando vino la crisis. Y con ella, los extraños llamando a nuestra puerta. Miles de refugiados, sin casa ni bienes, vagando por Europa y América.

¿Cómo seguir creyendo en esa ciencia de la felicidad cuando para muchos se trata de sobrevivir? De allí que ahora nos contentemo­s con una felicidad low cost. Fenómenos como el hygge buscan la felicidad en las pequeñas cosas, básicament­e en el refugio que procura el calor del hogar y que nos protege de la dura y peligrosa intemperie. Una felicidad con derecho de admisión, en un país además en que el ultranacio­nalista y xenófobo Partido Popular Danés ganó las últimas elecciones europeas (2014) con el 23,1% de los votos.

Y si además en el mundo actual, como decía Z. Bauman, “todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”, todos contentos.

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