Ni perdón, ni olvido

JOHN Kenneth Galbraith sostenía que el poder es más una ilusión que una realidad y que los gobernantes son poderosos en tanto que son percibidos como tales. Es posible que en el momento en que descubre que la gente le respeta y le teme más de un político pueda perder su conciencia de la realidad. La supremacía moral es mala consejera, hasta el punto de que es posible que algunos piensen que disfrutan de impunidad, sobre todo si, además, la sociedad no tiene los mecanismos de control necesarios y las instituciones no son totalmente transparentes.

La impunidad no debería imperar en las sociedades democráticas, pero lo cierto es que algunos creen que su poder es el mejor pasaporte para cruzar las líneas rojas que establecen las leyes. Sólo los insensatos están convencidos de ser inmunes a la justicia, como si su cargo o condición fuera la garantía de su inviolabilidad. En la serie Los Soprano uno de los mafiosos se permitía decir a la policía: “¿Que estoy detenido? De acuerdo. La última vez tardé tan poco en salir que mi sopa todavía estaba caliente cuando llegué a casa”. El político que comete una irregularidad cree que su poder le protege de rendir cuentas, pero pocos se van de rositas. Unas veces acaban en la cárcel, otras han de soportar el oprobio de la calle. Y lo que está claro es que la sopa no siempre espera.

La Oficina Antifraude dependiente de la Agencia Tributaria acusó ayer al exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato de haber defraudado a través de un entramado societario 6,8 millones de euros entre el 2004 y el 2015, por rentas no declaradas de 14 millones. Cuesta de entender que alguien como él, en quien Aznar pensaba para sucederle y que acabó como director del FMI, arruinara su carrera y su prestigio por ocultar dinero en paraísos fiscales. Desconcertante final para una biografía brillante que debería encabezar una cita de Bertolt Brecht, aquella que dice: “Contra la injusticia y la impunidad, ni perdón, ni olvido”.