Dos días de febrero
Si fuese verdad lo que se dice, este fin de semana debería ser el de la definición del futuro político de España. Podemos tendría que decir qué piensa hacer con este país si algún día alcanza el poder. Susana Díaz, aclamada mañana por cientos de alcaldes, tendría que desvelar si piensa ser la cara visible del PSOE y cuál es su visión de la socialdemocracia. Y al PP le habría que exigir como partido gobernante que explique cómo piensa resolver los problemas más urgentes, que van desde la desconexión de Catalunya hasta la solidez del sistema público de pensiones, aunque ignoro cuál es el orden de prioridad.
No es seguro que nada de eso se logre. Podemos comienza su asamblea ciudadana lastrado por una cruel contienda de poder que no anuncia nada bueno: si gana Errejón, Iglesias se cortará la coleta y renunciará incluso a su escaño de diputado. Si gana Iglesias, Errejón no tendrá nada que hacer, porque el pablismo quiere el poder total y no acepta ningún tipo de corriente discrepante de la dirección. La confrontación no es ideológica, sino que empezó siendo estratégica y terminó en gresca personal, agravada por los simpatizantes de cada uno. El desafío de su asamblea es superar las cuestiones internas, volver a la ideología, recuperar la adhesión del indignado y terminar con el desgaste de su personalismo.
El Partido Socialista no celebra congreso, pero hizo una contraprogramación para que sus alcaldes arropen a Susana Díaz y la proclamen lideresa por aclamación. Trata de ir resolviendo el liderazgo y algo más: hacer frente a Podemos, que hoy quiere presentarse como la alternativa al PP. “Y de hacer frente a Pedro Sánchez”, replicará cualquier lector. Cierto; pero, tal como se pronunció Sánchez (“me he equivocado al considerar a Podemos populista”, le dijo a Jordi Évole), y visto cómo Iglesias y Errejón hablan de entenderse con el PSOE, la señora Díaz está obligada a desplegar la bandera de la autonomía y la superioridad socialista.
Y el PP, en su calma, en su exigua mayoría parlamentaria, pero en su gloria como partido estable y sin competencia; solo lastrado en su arranque por la sombra de Gürtel y los empresarios valencianos que confesaron financiación ilegal. Pero también marcado por el personalismo: la consagración de Rajoy, la continuidad de Cospedal, la colocación de aspirantes a la sucesión. Pero es el único partido que no necesita presentar programa: le basta demostrar que tiene ideología y tapar las grietas por las que se intente colar algún populismo a su derecha.
En resumen, un cuadro político marcado por una derecha amenazada, pero sólida, y una izquierda de discurso seductor, pero partida en trozos. Alguien tiene que morir en Podemos para recuperar una difícil unidad. Alguien tiene que morir en el PSOE para volver a la calma. Y alguien tendría que morir en el PP –no sólo la gaviota—para hablar de renovación. Lo que ocurra estos días en la Caja Mágica, en Vistalegre y en la reunión de alcaldes no da como resultado un nuevo mapa político. Pero lo empieza a perfilar. Sólo hay una parte segura: la de Rajoy. El resto es todavía un polvorín.