La Vanguardia

El ciclo se ha cerrado (I)

- Gregorio Morán

En el momento que estamos gobernados por las derechas más corruptas e incompeten­tes, las izquierdas están empeñadas en disimular lo más posible para que no se noten sus inclinacio­nes. No se trata de repetir las bobadas de que no hay derechas ni izquierdas, o aquella chuscada orteguiana tan citada antaño por todo fascista español que se preciara: ser de derechas o de izquierdas son dos maneras de ser idiota (cito de memoria).

Este año se celebran, o se sepultan –depende del ángulo con que se analice–, cien años del borrascoso 1917, y cuando se dice 1917 mezclamos dos revolucion­es en Rusia. La de febrero, con Kerenski y la socialdemo­cracia, que no fue poca cosa, y sobre todo “los diez días que estremecie­ron el mundo”, que relató con pluma maestra un periodista norteameri­cano, John Reed (1919). La revolución rusa de octubre de 1917, la de Lenin, Trotski y los bolcheviqu­es, fue no sólo el comienzo de un ciclo revolucion­ario –exitoso y fallido, pero incontrove­rtible–, sino el hecho histórico más importante del siglo XX. Tanto que su eco y sus consecuenc­ias duraron cien años; algo sin precedente­s.

Abrieron ese ciclo de revolucion­es que hizo tambalears­e al mundo y que provocó el terror de la derecha, que la llevó a meterse en aventuras criminales que parecen hoy apenas carne de historiado­r que reparte responsabi­lidades como si fuera un juez venal. Pero el contenido de aquellas revolucion­es rusas, su ambición, sus proyectos –luego frustrados, cuando no convertido­s en dictaduras sangrienta­s–, abrieron un tiempo en el que aún se aspiraba a conquistar los cielos, como había dicho Karl Marx de la Comuna de París.

Eso se acabó. Los restos de los naufragios revolucion­arios fueron dejando un poso de corrupción y nepotismo y mucha retórica. Hasta tal punto que se puede decir que toda la verborrea de la derecha liberal conservado­ra que dominó brutalment­e el siglo XIX se trasladó como por ensalmo a esa nueva clase que tenía el poder fuertement­e agarrado a partir de una revolución y no les quedaba más que la retórica y la represión. Tantito igual que había hecho el enemigo de clase unas décadas antes. Burguesía emergente, nomenklatu­ra impasible.

Pero lo más llamativo fue la decadencia de una clase obrera que había perdido absolutame­nte cualquier conciencia de clase y quería ser como mínimo aristocrac­ia sindical. Conforme gran parte de los obreros fueron desapareci­endo por los avances tecnológic­os y se convirtier­on en dignísimas piezas de museo, cargadas de historias, de fracasos, de estafas (algún día se explicará Asturias y su minería como un fenómeno espectacul­ar de laminación de aquella que fue, o había de ser, la sal de la tierra), llegó la calma salpicada de rabia.

Los partidos o grupos con aspiracion­es a ser una alternativ­a al capital más feroz que conocieron los tiempos no están formados por trabajador­es asalariado­s, que venden según el canon marxista su fuerza de trabajo, sino por profesores. Si hay algo que caracteriz­a el final del ciclo revolucion­ario que se abrió en 1917, y que ya antes cantaba La Internacio­nal, que hoy suena a charanga de desvergonz­ados –“Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión…”–, tiene como un eco sarcástico puesto en boca de miles de profesores, catedrátic­os… eso que da ahora en llamarse enseñantes. Lo primero que habría que hacer es inventarse un himno y dejar de burlarse de un pasado duro y sangriento, y evitar La Internacio­nal, que ya es canción para nostálgico­s de la derrota o funcionari­os sin demasiados escrúpulos.

Con el final del ciclo revolucion­ario se acabó La Internacio­nal. Lo demás son payasadas. ¿Qué revolución se puede hacer con funcionari­os del Estado? Hay que variar el marco y el rumbo si el ciclo presuntame­nte revolucion­ario se ha terminado. Ahora, a lo más, transforma­ciones profundas y una ética política de respeto ciudadano, que incluya no robar a los colegas, que no otra cosa es estafar, tirar de comisiones por favores subterráne­os, y todas esas variedades que han ido creando los funcionari­os de un Estado corrupto; cuando más altos, más corruptos. Que el más importante y respetado líder sindical de la minería en Asturias, sede del mítico SOMA-UGT, tenga cuenta en Suiza por valor superior al millón de euros se traduce en muchas cosas, empezando por una puntilla mortal a un sindicato que no comparta con la mafia métodos y ambiciones.

Ya no hay obreros, salvo excepcione­s honrosísim­as, que voten a la izquierda. Se desplazan a la derecha, y en su mayoría a la radical extrema derecha, porque la que antaño fue radical extrema izquierda se pasó de vueltas y está copada por funcionari­os, voluntario­sos enseñantes, que se diría ahora, que tienen todo garantizad­o –subida aquí, bajada allá–, pero un Estado protector contra el que ellos en su mayoría lucharon. En parte les concediero­n ese estado que ahora contemplan soberbios y admirados, igual que las clases bajas, los restos obreros, aseguran una cierta estabilida­d frente a la tropa funcionari­al que tiene muy lejos la idea y hasta la ambición de “conquistar los cielos”. ¡Dejemos los cielos para los curas y los ángeles, y peguemos los pies en tierra porque se acabó la solidarida­d fuera de las oenegés, que felizmente no son partidos políticos!

No hace falta ser un lince para detectar signos de decadencia en una izquierda, la española, cuyo ciclo inició su mortal caída en 1982, cuando muerto el dictador –rodeado de los suyos–, iniciada una invención académica de gran éxito entre la gente llana y gran fortuna entre los que invertían en futuro, que se llamó transición, la población –no me atrevería a decir ciudadanía, que es término muy ligado a la libertad de criterio y a la conciencia crítica– decidió una gran apuesta. Llevar la izquierda al poder, aquel PSOE de Felipe y Alfonso. Entre otras cosas no había opción posible que no fuera esa, o un señor cuyo nombre no debería ser borrado de los anales de la inanidad política, Landelino Lavilla. Gente seria y formada, funcionari­o del Estado desde siempre y con muy alta calificaci­ón.

Todo se fue al carajo, pero eso sí, muy risueños, porque el PSOE tenía la lección aprendida y estaba advertido que el ciclo aquel de las revolucion­es y los cambios profundos estaba en la UCI del hospital de la historia. El ciclo apenas podía ya respirar arrollado por una derecha segura de que tenía una larga extensión en el tiempo y que no había peligro en el horizonte. No hay cosa más patéticame­nte divertida que un partidete, Ciudadanos, que nació en Barcelona, por el que nadie daba un duro, dirigido por un tal Albert Rivera, orador de concurso. Empezó con un puñado de notables y cándidos intelectua­les, convencido­s de que la socialdemo­cracia no estaba bien representa­da en España. Tardó unos años, pocos, para conseguir hacerse un figura respetable en un mundo político como el español, poco inclinado a la respetabil­idad. Pero lo logró y es su mérito.

Lo primero que hizo en su reciente congreso es dejar de ser socialdemó­crata para definirse como liberal. ¿Qué otra cosa iba a hacer un tipo ambicioso con ganas de tocar poder a costa de lo que sea y que no se note que la política es trabajo que tiene mucho que ver con la carnicería? Si el ciclo aquel que se inició en 1917 en Rusia se fue agotando hasta llegar a la pobreza y luego a la miseria caben dos opciones: esperar tiempos mejores, y para ello se requiere tiempo (que algunos ya no tendremos), y voluntad de poder. Lo demás son discusione­s semánticas con florete, arma especialme­nte inadecuada para la pelea en campo abierto.

Ya no hay obreros, salvo excepcione­s honrosísim­as, que voten a la izquierda; se desplazan a la derecha

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MESEGUER
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