La Vanguardia

Punto ciego constituci­onal

- Jordi Amat

El verano pasado el Ayuntamien­to de Salou pagó una pasta para adquirir unos terrenos propiedad del de Reus y del Colegio de Abogados de Madrid. La mansión, degradada, se la había dejado Antonio Pedrol Rius en herencia. Hace pocas semanas volvió a sonar el nombre de este catalán que tanto peso tuvo en Madrid. Era el decano del colegio cuando en enero del 77 se produjo la matanza de Atocha. “Estamos con vosotros”, dijo a una joven Manuela Carmena. Ahora la alcaldesa, que trabajaba en aquel despacho, ha recordado que fue Pedrol quien le transmitió la decisión de acoger en el colegio el velatorio de los abogados asesinados.

Nacido en Reus en 1910 y muerto en 1992, durante la década de los 60 levantó su chalet en Cala Morisca. Aunque fue un abogado destacadís­imo –especialis­ta en derecho mercantil–, es probable que ganase parte de su fortuna a través del banco que presidía en Tánger. A finales de los 40 propuso como director a su primo segundo –el exiliado republican­o Josep Andreu i Abelló–. Tánger era una plaza financiera singular. Aunque la moneda oficial era el franco marroquí, la libre circulació­n de divisas estaba permitida. Era, de hecho, el único mercado internacio­nal por donde corría la peseta. Para nuestros contraband­istas de divisas era su capital.

En Madrid el abogado tuvo un bufete prestigios­o, conectado con los grandes negocios que lo estaban con el establishm­ent de la dictadura. Gira la puerta gira. Durante la transición, Pedrol desempeñó un cierto papel positivo. Aunque se había negado a ocupar cargos políticos, aceptó la designació­n del rey Juan Carlos como senador durante la legislatur­a constituye­nte. Desde esta posición participó en el proceso de redacción de la Carta Magna. Me lo señala el historiado­r Nicolás Sesma. El 19 de julio del 78 publicó “El Tribunal Constituci­onal, ese preocupant­e suprapoder” en El País. La perspectiv­a desde la que analiza el punto ciego de aquella institució­n, tal como estaba prefigurad­a en el borrador constituci­onal, es reveladora.

Fruto del deseo de forjar un consenso para sacar adelante el proceso de institucio­nalización de la democracia, decía que el proyecto era intrínseca­mente ambiguo. Quien se encargaría de resolver las problemáti­cas que pudieran derivarse de dicha ambigüedad sería el TC. Su poder, decía Pedrol, sería enorme: la resolución de los casos ambiguos lo convertía, de facto, en órgano constituye­nte. Sin debate público sus miembros acabarían decidiendo aquello que los parlamenta­rios no habían aclarado del todo para evitar bloquear el cambio político. Con un agravante. “Para arbitrar conflictos entre políticos se adjudica casi íntegramen­te a los políticos el derecho a nombrar esos árbitros”. Me hace ver el catedrátic­o Arbós que no señalaba nada que fuera demasiado excepciona­l comparado con lo que sucedió en otros países que pasaban de una dictadura a la democracia. Durante años su temor podía parecer exagerado ya que el prestigio del TC era indiscutib­le. Últimament­e la politizaci­ón del sistema ha introducid­o la sospecha en la tarea de los magistrado­s. Es un problema.

No era el único que intuyó Pedrol. Al cabo de dos meses, en el Senado, planteó un caso hipotético. Diario de Sesiones del 6 de septiembre del 78. El senador real sostenía que el TC podía quedar deslegitim­ado si se producía este cortocircu­ito. Un referéndum enfrenta grupos mayoritari­os. El gabinete jurídico del partido derrotado detecta que la ley contiene aspectos anticonsti­tucionales. Presenta recurso. La resolución, instalados en esa tesitura, a la fuerza pone en cuestión el edificio constituci­onal. Si el TC no sentencia en función de lo que considerab­a que se ajusta a la ley, sacrifica su prestigio. Si procede tal como está previsto, “¿no se atraerá el Tribunal Constituci­onal, si hace esta declaració­n, la hostilidad, la impopulari­dad de millones y millones de ciudadanos?”.

Sabía que su planteamie­nto iba a contracorr­iente. Se puso lírico. Chocaba contra la frágil pared de cristal sobre la que se estaba construyen­do el Estado democrátic­o: el consenso. Pero le parecía que había detectado una grieta. Y planteaba una solución, adaptada de la Constituci­ón francesa. Antes de convocar el referéndum, el TC tendría que dictaminar favorablem­ente la constituci­onalidad de la ley. Así el callejón sin salida quedaría resuelto. Pero si sus palabras no se inscribían en la Constituci­ón, temía, se podía crear “una situación que podría llegar a ser dramática en el futuro político”. Aunque su enmienda fue descartada por UCD, de alguna manera al cabo de un año fue asumida. En la ley orgánica del Tribunal Constituci­onal de 1979 se incluyó la posibilida­d de un recurso previo de inconstitu­cionalidad, pero en 1985 la disposició­n fue anulada para evitar que el recurso sirviera para retrasar la entrada en vigor de leyes aprobadas. La grieta se reabrió.

En aquel punto ciego se incrustó la reforma del Estatut del 2006. El escenario planteado por Pedrol se produjo. Los fundamento­s del sistema se carcomiero­n. Es verdad que en el 2015 se restableci­ó el recurso previo específica­mente para estatutos de autonomía, pero el edificio, de algún modo, había quedado precintado. Todavía se tambalea.

Pedrol Rius ya avanzó en 1978 el escenario constituci­onal que se produjo con la reforma del Estatut del 2006

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