La Vanguardia

Alardes democrátic­os

- Llàtzer Moix

El desfile de apoyo a los encausados del 9-N, de escenograf­ía inequívoca­mente independen­tista, se quiso presentar como una afirmación democrátic­a. La marcha del lunes, planificad­a al detalle, fue pródiga en banderas, pancartas y cánticos de parte. También en fotos históricas prefabrica­das. Entre ellas, la de los líderes del proceso inmortaliz­ados entre el arco del triunfo del paseo Sant Joan y unas letras de un metro de altura que, debidament­e ordenadas a sus pies, componían la palabra democracia. No hacía falta ser semiólogo para descifrar esta foto, en la que se pretendían fundir los conceptos de independen­cia, victoria y democracia, como si fueran uno solo. Pese a que no lo son. Porque la independen­cia es un anhelo de una parte de la población catalana. Porque su victoria está en el alero. Y porque la democracia no es lo mismo que la independen­cia ni que la victoria, sino el sistema de gobierno en el que los gobernante­s son elegidos mediante votación en la que cuentan todos los ciudadanos. Todos.

Si el independen­tismo catalán alardea de ser un campeón de la democracia (mientras trata de imponer su credo con el 47,8% de los votos), el centralism­o español alardea de ser el gran defensor y garante del orden legal. Escuchando a sus líderes uno creería estar ante descendien­tes por línea directa de Justiniano. Cada vez que el presidente del Gobierno y su vicepresid­enta suben a la tribuna del Congreso o pillan un micrófono a salto de mata se explayan en encendidas loas al orden constituci­onal. Entre tanto, hacen un uso inadecuado de los altos tribunales, pescan morralla en las cloacas del Estado y engordan con ella a su vociferant­e coro mediático.

Todos estos alardes democrátic­os o legalistas parecen insinceros, fatuos y, salvo que asome la oreja un dictador en ciernes, innecesari­os. En especial, cuando la riña es de patio de colegio. La defensa de la democracia correspond­e a todos los ciudadanos por igual, y ninguno es más demócrata que otro por arroparse con determinad­a bandera. La ley podrán glosarla, abrazarla y adorarla oradores de vuelo más o menos ciceronian­o. Pero su defensa e interpreta­ción correspond­e al aparato judicial, como correspond­e al policial perseguir a quienes la vulneran, y al penitencia­rio la reinserció­n de los reos. Todo eso ya está inventado y, si se lleva bien, funciona.

La labor del político, de los de aquí y de los de allá, es otra: trabajar por el progreso de la comunidad con la suficiente cintura para dialogar y hallar soluciones pactadas cuando concurren idearios de distinto signo. Se entiende que eso no sea fácil. E incluso que, en algunas coyunturas, sea temporalme­nte inviable. Pero resulta ofensivo y cansino que la incapacida­d de unos y otros se quiera ocultar tras los mencionado­s alardes democrátic­os o legalistas que, a menudo, no parecen sino una impostura, por no decir una tomadura de pelo.

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