La Vanguardia

Influido por Wagner, Nietzsche y Schopenhau­er

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Bautizado en un templo luterano, Thomas Mann no acudió a la escuela privada y fue educado en casa. Ingresó luego en el liceo, pero el que un día sería Nobel de Literatura no era buen estudiante y tuvo que repetir un curso. Su aprendizaj­e literario fue prácticame­nte autodidact­a. “Esos vínculos a mi espalda eran una condición y necesidad personal –explica en

Sobre mí mismo–; la novela inglesa, rusa y escandinav­a de los 50 y 60, el teatro épico de Wagner, la psicología de la Décadence de Nietzsche, la concepción artística de Flaubert y de los Goncourt, una buena proporción de humorismo bajoalemán, fueron los elementos formativos que me ayudaron a dar forma a la obra narrativa de mis 23 a 25 años, Los Buddenbroo­k, que apareció exactament­e en el cambio de siglo”. La misma época en que se enamoró de su compañero Armin Martens, a quien inmortaliz­ó en una novela. Años después (muchos) reconocerí­a que fue su primer amor, “aunque no supe qué hacer con esos sentimient­os”. La lucha con su propia sexualidad le persiguió siempre.

El pequeño señor Friedemann fue la obra que le abrió camino para hacerse un verdadero nombre como escritor. Bajo la influencia de la moral pesimista de Schopenhau­er llegó el resto. Para La montaña mágica Mann se inspiró en la estancia de su esposa Katia en un sanatorio, donde la enviaron los médicos al diagnostic­arle en 1910 una afección psicosomát­ica. Él escribió: “Inspiració­n es haber dormido bien, frescura, trabajo diario, salir a pasear, aire puro, poca gente, buenos libros, paz, paz...”.

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