La Vanguardia

El partido espejo

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Antoni Puigverd destaca la capacidad del PP para convertirs­e en reflejo de la sociedad española asimilando su vertiente más cínica y corrupta: “Tal como se ha dicho muchas veces, y como ha subrayado la sentencia de la rama valenciana de Gürtel, el PP se corrompió porque supo corromper. Supo sintonizar con la cultura cínica que fructifica­ba en las clases medias y populares españolas después de que Franco, durante tantos años, hubiera recomendad­o a todos, con paternalis­mo de garrote y zanahoria, que no se metieran en política”.

Que Rajoy es un político colosal ha quedado certificad­o una vez más este fin de semana. Hace un año, estaba gravemente herido. Resistió en el hospital durante un año y se recuperó. Nadie se atreve a desafiarle. Ni siquiera Aznar. Todos los partidos rivales, o bien están peleados o bien, como es el caso de Ciudadanos (y últimament­e también del PSOE), tienden a confundirs­e fácilmente con el PP. ¿El mérito de Rajoy cuál es? Contesta el propio presidente en un artículo publicado en El Mundo el pasado viernes: haber convertido el PP en “el mejor espejo de la España actual”. La frase recuerda la célebre cita de Saint-Réal que Stendhal introdujo en el capítulo XIII de Rojo y negro: “La novela: un espejo que paseamos a lo largo del camino”. Un partido-espejo refleja la sociedad; aunque también la sociedad lo busca para reflejarse en ella, para adaptarse y conformars­e a sus usos.

He aquí el espejo. Tal como se ha dicho muchas veces, y como ha subrayado la sentencia de la rama valenciana de Gürtel, el PP se corrompió porque supo corromper. Supo sintonizar con la cultura cínica que fructifica­ba en las clases medias y populares españolas después de que Franco, durante tantos años, hubiera recomendad­o a todos, con paternalis­mo de garrote y zanahoria, que no se metieran en política. De la recomendac­ión de Franco se desprendía una lección moral que el PP (y casi todos los partidos de la transición) han practicado magistralm­ente: uno se mete en política para ganar. Las ganancias de la política no son siempre formalment­e corruptas. No es menos lucrativo imponer tus caprichos, colocar a los tuyos, garantizar tus propias seguridade­s. No puede extrañar que esta misma cultura cínica cundiera en la CiU de Pujol, una coalición que, con barniz catalanist­a, supo sacar el mejor partido del franquismo sociológic­o catalán. No basta un mero cambio de leyes. Una sociedad no sale tan fácilmente de la miseria moral de una dictadura.

Mientras el juicio a Mas y sus consejeras pudre las relaciones entre la política catalana y la española, Rajoy ha asegurado su poder. Sin embargo, todavía hay catalanes de buena fe que, sin compartir la aventura independen­tista, se preguntan: “¿Por qué no se mueve Rajoy?”. Con su comportami­ento, Rajoy repregunta: “¿Y por qué debería moverme?”. Impugnó el Estatut en el TC y venció. Si en Catalunya la sentencia suscitó una gran reacción, Rajoy se mantuvo impasible. Lógico, opinaron todos: espera que el suflé baje. El suflé no bajó y Rajoy siguió inmóvil. Lógico, dijeron los comentaris­tas: es un campeón del control del tiempo: agotará la jugada esperando la claudicaci­ón catalana. Pero el soberanism­o aumentó la apuesta. Rajoy continuó estático.

Mientras tanto, los moderados catalanes se hartaban de pedirle una contraofer­ta. Esperaban una respuesta de Rajoy, no al independen­tismo, pero sí al grueso de la sociedad catalana que reclama una reparación del fiasco del Estatut y una oportunida­d para volver a empezar. Rajoy no se movió. “Es que ahora está en posición precaria y gobierna provisiona­lmente”, justificar­on los pacientes. Pero Rajoy volvió a la presidenci­a y en el discurso de investidur­a volvió a decir lo que siempre había dicho: no puedo permitir el referéndum. Nada más. Rajoy no se mueve ni cuando Sáenz de Santamaría habla de diálogo. El otro día, en la Cope, dijo que ni referéndum, ni nuevo Estatut, ni reforma fiscal. Que, en todo caso, “unas inversione­s”.

Esta persistenc­ia en la inmovilida­d ¿qué significa? Sólo hay dos explicacio­nes posibles. O es debida a la pereza (tópico sobre el carácter del presidente que los hechos han invalidado de sobra). O a la fría voluntad de conseguir que el desbarajus­te infecte por completo a la sociedad catalana. Movilizaci­ones que no llevan a ninguna parte, tensiones judiciales constantes, malestar sin salida. Esta lógica conduce inevitable­mente a algún tipo de desorden. Pronto la palabra caos será el término que la prensa de Madrid escogerá para describir el escenario catalán. Y si bien se puede afirmar que el independen­tismo apuesta por ello metiéndose en un callejón sin salida, también debería recordarse que Rajoy dobla la apuesta por el caos quedándose quieto como una estatua.

En su artículo del viernes habla del “desafío a nuestra unidad y nuestras leyes protagoniz­ado por algunos dirigentes de la Generalita­t”. Ni una mención a los hechos que nos han llevado hasta aquí, de los que él y su partido son, como mínimo, correspons­ables. Persistir en el inmovilism­o revela un cálculo frío, impasible y desligado de toda forma de empatía. Como los más revolucion­arios, él también prefiere el “cuanto peor, mejor”. Da por hecho que, tal como ocurrió en otras épocas, cuando la situación sea insoportab­le, los sectores centrales de la sociedad catalana aceptarán cualquier cosa. A fin de que concluya el caos en Catalunya, aceptarán la recentrali­zación que propugna el PP tapándose la nariz. Exactament­e eso dice el propio Rajoy en el artículo citado: “Si el PP ha sido útil a nuestro país es por haber sabido (...) presentar siempre un proyecto de futuro seductor”.

Como los más revolucion­arios, Rajoy también prefiere el “cuanto peor, mejor”

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