El precedente del caso Atutxa
El magistrado Manuel Marchena fue ponente del fallo contra el dirigente vasco y lo será en el juicio a Francesc Homs
En materia penal no suele haber dos asuntos iguales, pero los precedentes cuentan. En el caso de los juicios sobre el 9-N existe una sentencia del Tribunal Supremo (TS) del 2008 que puede ayudar a situar algunos ejes del debate jurídico. Se trata del fallo relativo al caso Atutxa, el presidente del Parlamento vasco que fue condenado a un año y seis meses de inhabilitación por no ejecutar la orden judicial de disolución del grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak, tras la ilegalización de Batasuna. Las defensas de los acusados del 9-N, juzgados la pasada semana, aludieron en más de una ocasión a aquel caso, en el que al debate jurídico se unió en su día la polémica política.
El ponente de la sentencia del caso Atutxa fue el magistrado Manuel Marchena, hoy presidente de la Sala Penal del Supremo, también encargado ahora de redactar la resolución sobre el proceso contra el portavoz parlamentario del PDECat, Francesc Homs, por el 9-N. La instancia del Supremo conocida como Sala del 61 era a su vez la encargada de aplicar la ley de Partidos Políticos y había ilegalizado a Batasuna. El grupo de Sozialista Abertzaleak fue considerado sucesor de la anterior coalición, y en consecuencia partícipe de la estrategia de ETA.
De estas circunstancias se derivó la orden de disolución del grupo abertzale, incumplida por el presidente del Parlamento vasco. Juan Mari Atutxa, sin embargo, había sido absuelto por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV). El sindicato Manos Limpias recurrió y el Supremo condenó a Atutxa por estimar que había desobedecido de forma consciente dicha orden de disolución con el argumento de que carecía de competencias y capacidad legal para ello. El Supremo consideró que Atutxa se había valido de tales razonamientos como mero pretexto para no acatar ni cumplir sus instrucciones.
La Sala Penal estimó, en suma, que el presidente del Parlamento vasco se había valido de argumentos carentes de fundamento, artificiosos, para no ejecutar la disolución del grupo abertzale, en una conducta cercana o similar a la resistencia pasiva. Parte de la discusión se centró, así, en determinar si la oposición al cumplimiento de la orden del Supremo había sido más o menos rotunda o abierta, o si la conducta de Atutxa reflejaba una simple imposibilidad legal de actuar como se le exigía judicialmente, y no una voluntad manifiesta de desobedecer.
El Supremo rechazó la tesis de que Atutxa quiso y no pudo cumplir la orden recibida. La sentencia
El TS ha sostenido que la desobediencia no tiene por qué ser abierta y rotunda, sino que basta la pasividad
subrayaba que el delito de desobediencia requiere que quien lo cometa incumpla las resoluciones judiciales negándose “abiertamente” a acatarlas. Y concluía que el acusado obró de tal modo pese a su estrategia de disimulos. El Supremo sostuvo en su resolución que el delito de desobediencia también “puede existir cuando se adopte una reiterada y evidente pasividad”, sin dar cumplimiento al mandato, es decir, “cuando sin oponerse o negar el mismo tampoco realice la actividad mínima necesaria para llevarlo a cabo”. El fallo citaba una sentencia anterior del Supremo, de 1997, en la que se afirmó que no es preciso que la desobediencia adopte “una forma abierta, terminante y clara”, sino que también es punible “la que resulte de pasividad reiterada o presentación de dificultades y trabas que en el fondo demuestran una voluntad rebelde”.
Por otra parte, el Supremo rechazó la tesis de que Atutxa –junto a Concepción Bilbao y Gorka Knörr, que fueron condenados con él– pudiera haber desconocido que su conducta de resistencia a la ilegalización de la mencionada formación abertzale constituía un delito. La Sala Penal llegó a la conclusión de que “no resulta fácil aceptar en el presidente de un Parlamento autonómico, ni en los integrantes de su Mesa, un desconocimiento de las implicaciones jurídicas del artículo 118 de la Constitución, en el que se proclama de forma inequívoca el deber constitucional de acatamiento de las resoluciones judiciales”.
Finalmente, en otra sentencia del Supremo, en este caso de 1996, la Sala Penal rechazó que un ayuntamiento pudiera negarse a ejecutar determinada una orden judicial con el argumento de que se oponía a la voluntad del pueblo. El fallo –del que fue ponente el magistrado Cándido Conde-Pumpido– sostuvo que “nada hay más contrario a la esencia misma del Estado constitucional de derecho que la pretensión de los administradores o gobernantes según la cual el origen electivo de sus cargos les legitimaría para eximirse” del control de los tribunales.