La Vanguardia

Falta dato

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En su clásico El arte de escribir columnas, el maestro de la crónica periodísti­ca Paul Johnson señala como requisito imprescind­ible para todo oficiante del género tener conocimien­tos, no sólo sobre el tema que tratar. No hace falta que sean abrumadore­s, pero sí sólidos y contrastad­os. Y subraya: “Es interesant­e señalar que las mujeres no nos aburren con datos, sino con opiniones. No conozco a ninguna columnista que meta demasiados datos en sus notas: la debilidad de su sexo consiste en ofrecer demasiado pocos”. El reproche va cargado de conmiserac­ión, aludiendo al sexo como condiciona­nte que impide elaborar una tesis científica­mente, y no a la bimbambú, huyendo de lo factual. Johnson creaba intriga acerca de la inconsiste­ncia de las columnista­s, aunque tal aseveració­n hubiera precisado de un porcentaje: la proporción de articulist­as mujeres respecto a la de los hombres que leía en la prensa.

Siempre ha habido columnas que no se entienden sin datos y otras donde marean y sobran. El columnista, sea hombre o mujer, cuando se abraza al dato, lo pule para no agotar al lector y lo contrasta antes de plantarlo en el folio. Los datos son armas y escudos. La estadístic­a es fría, no habita en ella ningún calor humano, sólo matemática, aunque ejerce de indicador de la humanidad, y ni la demografía o las epidemias, el paro o la pobreza, el cáncer o los accidentes de tráfico, se entendería­n si no fueran anclados a un dato. Uno de cada tres españoles padecerá cáncer. Los tres españoles más ricos acumulan lo mismo que el 30% de la población. 20 de cada 100 niñas españolas sufren abusos sexuales…

Las estadístic­as –siempre variables según quien las encarga y paga– acusan una gran crisis de fe. Fenómenos como Wikileaks, que han puesto firmes a gobiernos y grandes compañías internacio­nales, contribuye­n a reforzar la premisa de que no hay que fiarse del todo de los números. Y las oleadas de populismo han negado lo que consideran cifras amañadas por las élites. Las actuales teorías conspirato­rias, sumadas a la sensación de que el Gran Hermano no sólo nos observa y gobierna, sino que nos estafa, se han acrecentad­o con la llegada de Trump y su reiterada denuncia de un supuesto fraude electoral. El mundo se ha formateado en bits, pero la sobreabund­ancia que registra cada suspiro de vida ha provocado un efecto rebote.

William Davis, en The Guardian, analiza la autoridad cada vez menor de las estadístic­as y lo considera “un fenómeno localizado en el seno de la crisis que ha dado en denominars­e como políticas de la posverdad”. Añade que la incertidum­bre ante un mundo nuevo las ha desacredit­ado debido a la creencia de que “hay algo arrogante y despectivo en ellas”. Pero este tipo de descreimie­nto suele ir acompañado de un idealismo temerario, de una obcecada negación de la realidad, de una visión del mundo donde datos y cifras se sustituyen por mantras demagógico­s.

Siempre ha habido columnas que no se entienden sin datos y otras donde marean y sobran

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