La Vanguardia

Modelos en crisis

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La fortaleza de la democracia, cuestionad­a incluso desde dentro por algunos líderes políticos cuando la realidad no es de su agrado; y las previsione­s económicas para la Unión Europea, con el déficit y la competitiv­idad como asignatura­s pendientes.

CARLES Puigdemont, presidente de la Generalita­t, pidió la palabra por sorpresa en la sesión del Parlament del pasado miércoles y pronunció un breve discurso. El titular más frecuente en las crónicas de aquella intervenci­ón fue este: “La democracia española está enferma”. Las palabras del president llegaban en un periodo marcado por el juicio del 9-N contra Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau. Tras su sesión inaugural del pasado lunes, en la que Mas estuvo muy comedido, el president Puigdemont creyó oportuno dirigirse al Parlament en términos más duros. Su intención, presumible­mente, era poner en cuestión el insensible y antipático comportami­ento del Gobierno español ante la cuestión catalana. Pero creemos que, en su disparo por elevación, Puigdemont no se expresó con la precisión necesaria.

Es sabido que las relaciones entre Catalunya y España no atraviesan su mejor hora. Pero eso no exime a nadie de hablar con la mayor propiedad posible. El presidente de la Generalita­t podría atribuir al Gobierno una enfermedad si tal cosa fuera oportuna dada su cerrazón o inflexibil­idad. Pero no podría calificar de enfermiza la conducta del Estado, que, como entidad, obedece a otras razones. Y menos aún afirmar que la democracia española está enferma. La democracia, en cuanto sistema político en el que la soberanía reside en el pueblo, no enferma. Sostener lo contrario constituye un exceso verbal. Porque a las enfermedad­es las sucede a veces la muerte. Y, pese a sus defectos, la democracia es un buen sistema, sin recambio que la supere.

Aun en tiempos de profundos desacuerdo­s, hay algunos denominado­res comunes que conviene preservar. Hay que respetar el lenguaje y su universo de significad­os. Hay que respetar la verdad. Hay que respetar el marco de los sistemas políticos convivenci­ales. La discrepanc­ia es legítima, pero no faculta a nadie para alterar unilateral­mente las reglas del juego. Es fácil descalific­ar y llamar a la desobedien­cia. Pero es difícil reconducir a una sociedad cuyos miembros –o, peor, cuyas entidades– creen y proclaman que se puede seguir conviviend­o cuando se denigran las institucio­nes que a todos nos amparan y se anima a vulnerar sus normas.

El mundo occidental asiste, atónito, a un cuestionam­iento de las reglas de convivenci­a que han cimentado su progreso. La Administra­ción Trump nos sorprende a diario con iniciativa­s que atentan contra el Estado de derecho. En demasiados países europeos los populismos avanzan a lomos de programas discrimina­torios. En Catalunya el horizonte de choque, con su alto potencial destructiv­o, no sólo no se teme, sino que incluso parece aguardarse con impacienci­a. En una entrevista de TV3 a los encausados del 9-N, sobre la que planeó la mencionada idea de la democracia española enferma, el expresiden­te Mas afirmó este domingo que “al final del camino veremos la fuerza de cada cual”. Más afortunada estuvo la exconselle­ra Rigau cuando declinó la posibilida­d de suscribir el diagnóstic­o de enfermedad de la democracia española y prefirió decir que Madrid se mostraba duro de oído ante las reclamacio­nes catalanas.

No son sociedades enfermas aquellas en las que se discrepa. No son gobiernos sanos aquellos que creen posible actuar con criterios de parte o saltándose las leyes cuando dificultan el logro de sus objetivos. No debería olvidarse nunca que la fortaleza de una democracia reside en sus leyes. Y la de un gobierno, en su capacidad para dialogar, convencer y pactar.

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