La Vanguardia

Una sonrisa y un cóctel

MARIA DOLORS BOADAS Propietari­a de la coctelería Boadas (1935-2017)

- CRISTINA JOLONCH

Como se funde el pedacito de hielo antes de apurar el último sorbo, así se desvaneció la noche del viernes –noche de copas– la mirada pizpireta de María Dolors Boadas, dueña de la emblemátic­a coctelería del número 1 de la calle Tallers, junto a la Rambla. Para nada les importó que ayer fuera lunes y lloviese a sus clientes más fieles, que al caer la tarde fueron colándose con sus paraguas bajo la persiana medio bajada en el templo caoba de los dry martini, los whisky sour, los negronis, mojitos o daiquiris. Querían brindar por aquella mujer diminuta y presumida, puro carácter, a la que vieron hilvanar amistades entre desconocid­os al otro lado de la barra.

Era su homenaje a la dueña de aquel rinconcito pequeño y cálido que Manuel Vázquez Montalbán describía como “un lugar donde siempre se quiere volver y, a veces, si por lo que sea has retrasado demasiado ese retorno, cuando traspasas el umbral te invade la satisfacci­ón doble de que todo continúa como siempre: el local y tú mismo. ¿Se puede pedir algo más?”.

Maria Dolors Boadas estaba a punto de cumplir 82 años, pero desde hace cuatro la pérdida de memoria la alejó del ritual diario de asomar la nariz al negocio que había heredado de su padre, Miguel Boadas, hijo de emigrantes catalanes nacido en La Habana. El hombre abrió el Boadas en 1933, con la experienci­a acumulada en diversos bares de la capital cubana. La relación con aquel país la mantuviero­n siempre, especialme­nte a través del esposo de Maria Dolors, José Luis Maruenda, quien regentó el vecino y clandestin­o Caribbean Club hasta su muerte.

Jerónimo Vaquero, gerente y barman, quiso pasar ayer por la mañana por la coctelería para recordarla en soledad. Desde allí, por teléfono, fue desgranand­o para La Vanguardia recuerdos de aquella mujer delicada y fuerte a la vez a la que sigue llamando mamá. “Para mí lo era, porque entré en la casa con 14 años y llevo aquí 46”.

Él, que la acompañaba a pasear todos los días por la Rambla y a misa cada domingo, fue testigo de que dominaba la coctelera con la misma sutileza que las relaciones humanas, lo que la convertía en la perfecta anfitriona. Jero y la cuidadora chilena Edelmira estuvieron con ella hasta que perdió las fuerzas. “Era una muñequita de porcelana, sin una arruga”. Hasta el final, cuentan, en su casa de la plaza Bonsuccés siguieron sonando los boleros que tanto le gustaban. Nada como Antonio Machín, su ídolo, que fue íntimo amigo de su padre y cliente asiduo. “Nunca supimos si La Camarera la compuso para ella. Y no se imaginan cómo se le iluminaba la cara ante sus flores favoritas, las gardenias.

Si Machín disfrutó de sus cócteles y de su hospitalid­ad, también lo hicieron innumerabl­es personajes de la música, de la literatura, del teatro o del periodismo.

Ella inspiró a toda una generación de bármanes que han contribuid­o a convertir Barcelona en una de las grandes capitales de la coctelería y creó un estilo en tiempos en que no se hablaba de

bartenders y en que pocas mujeres agitaban la coctelera. Según su amigo Joan Mediavilla, maestro de camareros en Barcelona, fue todo un ejemplo de la hospitalid­ad en la restauraci­ón. “En ámbitos muy diferentes, para mí ha habido tres personajes que han creado escuela: Juli Soler, en El Bulli; Juanito, desde el Pinotxo de la Boqueria, y Dolors Boadas, a quien ya hemos empezado a echar de menos”.

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XAVIER CERVERA

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