La tecnoestructura
AArtur Mas le gusta hablar de la “tecnoestructura del Estado”. El domingo lo hizo en la entrevista a los tres encausados por el 9-N que transmitió TV-3. Hace un mes, en un artículo en La Vanguardia, ya había apuntado que se perseguían judicialmente personas por tener y defender ideas que no eran del gusto de esta tecnoestructura. Nada de nuevo. El año 2012, cuando convocó elecciones buscando ser reelegido con mayoría absoluta, ya la presentaba como el enemigo a batir. La querencia del expresidente por esta expresión sólo es comparable con la de Juan Rosell, que en el 2007, cuando era presidente de Fomento de Trabajo, ya la mencionó en una cumbre empresarial celebrada en Girona y que, desde entonces, nunca ha dejado de recordarla. Hace una década, para Rosell, la tecnoestructura del Estado era una monstruosa realidad con dos grandes zarpas. Con una amparaba 150.000 funcionarios que no hacían absolutamente nada. Y, con la otra, impedía que se ejecutaran las infraestructuras necesarias para Catalunya. Más adelante también fue la causa que obstaculizaba su acceso a la presidencia de la CEOE, que entonces anhelaba infructuosamente y que ahora ocupa. Pero ni Mas ni Rosell son, aunque lo pueda parecer, los inventores de este concepto. Fue el economista John K. Galbraith, que había sido asesor de John F. Kennedy, quien lo puso en circulación en una obra de 1967 titulada
El nuevo estado industrial para describir al grupo de tecnócratas que, a raíz de las últimas transformaciones del capitalismo, había adquirido una capacidad notable de influencia en los procesos de toma de decisión de las empresas y de la administración pública. El nuevo capitalismo descrito por Galbraith se definía entre otras cosas por la estrecha relación que se establecía en él entre algunas grandes empresas y el Estado. En este contexto, la tecnoestructura se habría convertido en el lugar de encuentro del poder político y el poder económico. Las tesis de Galbraith despertaron un gran interés en el tardofranquismo. En el mundo empresarial catalán, en un contexto definido por la política planificada de crecimiento económico del “desarrollismo”, la reflexión sobre estas tesis confluyó con la apuesta por conquistar la tecnoestructura y traducir políticamente el poder económico. El pujolismo fue, en parte, un resultado singularmente decisivo, pero no el único en Catalunya, de esta apuesta, sin la cual no se puede entender cómo se fue concretando la Transición. Y el pacto del Majestic (1996) quería significar el reajuste de los viejos acuerdos en la época en que la nueva economía de las privatizaciones invitaba a repartir de nuevo el pastel. Empezó entonces la corta pero intensa edad de oro del neocambonismo del PP. Y el prenafetismo cultural evocó el espectro de Francesc Pujols para hablar de la solución catalana al problema español. Pero el régimen del 78 llegó a su fin en el 2005 cuando Esperanza Aguirre, preguntada por la OPA de Gas Natural sobre Endesa, declaró la independencia de Cataluña. Sólo a partir del entonces empezó a identificarse la tecnoestructura con el enemigo exterior.
El régimen del 78 llegó a su fin cuando Esperanza Aguirre declaró la independencia de Catalunya