Taranto y Jaumet
En el bar y restaurante can Sitra, en las afueras de Arbúcies, junto al mostrador, mirando hacia la puerta, tienen colgado un dibujo al carboncillo, del tamaño de un póster, de un personaje característico del pueblo de los años setenta y ochenta: Taranto. Era un hombre pequeño –lo que antes en catalán se llamaba un homenic– con algún tipo de discapacidad de nacimiento. Perseguía a los chavales por la calle y los chavales, como pasa siempre en estos casos, le provocaban para verle correr con aquel paso desmañado e intermitente, que parecía que se iba a caer, mientras espetaba palabras inconexas. En la pared al fondo cuelgan cuatro fotografías de Taranto con aquellos colores brillantes de los carretes fuji o kodacolor. En el dibujo aparece más joven y risueño. En las fotografías, más viejo e introspectivo. Taranto, ridiculizado por los chavales, inquietante para los mayores que adivinaban en su comportamiento el pozo sin fondo de lo irracional, se hacía querer. Cuando ya casi no queda memoria de aquella época, hace treinta o cuarenta años, su recuerdo perdura gracias a la buena gente de can Sitra.
Otro de estos personajes característicos se llamaba Esteve. Caminaba con gran dificultad. Cuando empezaba el frío vestía aquella protección de lana que acostumbraban a llevar los niños y que nuestras madres llamaban un verdugo. También los chavales se burlaban de él. Era menos juguetón que Taranto, quizás porque bebía mucho. Todos lo habíamos visto en precario equilibrio sobre las piernas torcidas, el bastón en el aire, inestable y sanguíneo. Iba por la calle saludando a todo el mundo. Una vez lo encontré trabajando en un pequeño huerto, un recorte de tierra minúsculo, en un ribazo sobre la riera, entre el Palau y las Penyes d’en Grau sa Sala. Me saludó como de costumbre, atropelladamente. Cada vez que paso por aquella recta, veo el recorte de tierra cubierto de zarzas, perdido, y pienso: mira, ahí tenía Esteve su huerto. Estos días, a raíz de una colaboración con Carles Belda y Sanjosex a propósito del disco
Càntut, que recopila las canciones de los abuelos, he estado mirando fotografías de Jaumet, un personaje característico de Sant Hilari Sacalm de principios del siglo XX. Era aguadero, acarreaba una portadora con cántaros de agua fresca, de las famosas fuentes, para los veraneantes de Barcelona. Iba vestido con blusa y barretina, era mudo y tocaba el flautín. Jaumet, que se llamaba Jaume Traveria i Riera, fue tan popular que se hicieron postales con su retrato, de Vilamala y de Roisin. Dio nombre a una galleta elaborada con harina, almendras y avellanas, azúcar y clara de huevo: los Jaumets de la pastelería Fornès, que todavía los vende.
Y pienso: qué maravillosa exposición, qué libro tan extraordinario, qué número especial de una revista de antropología podría salir si se recopilasen a tiempo todas estas historias: Jaumet, Esteve, Taranto, Trinquis, Quela y Saragossa que Espriu retrató en sus libros, Càscares y Robín, los indigentes de Badalona que aparecen en la obra de Julià de Jòdar. Todos los pueblos de Catalunya tienen uno o más de uno. ¿Por qué no lo hacemos?
Era un hombre pequeño, lo que antes se llamaba “un homenic”, con una discapacidad de nacimiento