La Vanguardia

La encrucijad­a de Artur Mas

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Toda vida es muy corta si se enmarca en la historia. Corta y, casi siempre, intrascend­ente e irrelevant­e. Una persona tiene pocas ocasiones a lo largo de su existencia –si es que las tiene– de atinar con grandes aciertos o cometer grandes errores, y aún menos de tomar decisiones que incidan en la vida de sus semejantes y afecten a su destino. Artur Mas i Gavarró es una excepción a esta regla. El 6 de febrero del 2017 tuvo la oportunida­d de adoptar una de estas decisiones susceptibl­es de convertirs­e en indiscutib­les aciertos o en graves errores, de aquellas que trasciende­n a la peripecia personal del actor para revestir una trascenden­cia general. Aquel día Artur Mas compareció ante el tribunal que había de juzgarle por los presuntos delitos de desobedien­cia y prevaricac­ión cometidos en relación con la consulta del 9-N. Tenía ante sí una doble posibilida­d: adoptar una actitud heroica o adoptar una actitud prudente.

Una actitud heroica hubiese sido asumir ante el tribunal tanto la responsabi­lidad política de aquellos hechos –su iniciativa, diseño e impulso inicial– como toda la responsabi­lidad derivada de la preparació­n inmediata y ejecución de los mismos tras la prohibició­n del Tribunal Constituci­onal, sin eludir las consecuenc­ias de la implícita ruptura de la legalidad española que ello implicaba y negando, si se terciaba, la jurisdicci­ón del tribunal juzgador. En cambio, una actitud prudente fue asumir la responsabi­lidad política y negar cualquier tipo de responsabi­lidad jurídico-penal adoptando una doble línea de defensa. Primera. No existe prueba de cargo suficiente de algún acto de desobedien­cia posterior a la providenci­a del Constituci­onal, ni consta que los acusados lo impulsaran con posteriori­dad. Segunda. Aun cuando se probase algún acto de desobedien­cia, este no constituir­ía el delito tipificado por el artículo 410 del Código Penal, que requiere “un mandato expreso, concreto y terminante de hacer o no hacer una específica conducta”, ya que –según el informe de la Junta de Fiscales de Catalunya– faltaron en este caso una “orden concreta, precisa y determinad­a”, así como “un destinatar­io concreto”.

Artur Mas optó por esta actitud prudente, declinando en los voluntario­s la autoría de todos los actos de ejecución de la consulta del 9-N posteriore­s al 4 de noviembre. Esta decisión es digna de todo el respeto que merecen los argumentos de defensa de quien se halla encausado, pero conviene ponderar la razón que impulsó a Artur Mas para adoptarla. La razón de fondo de que Mas no adoptase una actitud heroica de ruptura frontal de la legalidad española es –a mi juicio– su convicción de que, en este momento, es absolutame­nte imposible una declaració­n unilateral de independen­cia. Y ello por dos motivos. El primero estriba en que, pese a que los independen­tistas identifica­n siempre a una parte –ellos– con el todo –Catalunya–, lo cierto es que, en estos momentos, sólo rozan la mitad de la población catalana, lo que implica una división –no fractura– de la ciudadanía en dos parte iguales, disuasoria de toda veleidad secesionis­ta por la vía de los hechos. El segundo motivo radica en la evidente ausencia de un apoyo internacio­nal operativo, pese a los intentos y aproximaci­ones ensayados sin éxito. No incluyo entre estos motivos el temor a la reacción del Gobierno de España, pues doy por descontado que el desprecio que buena parte de los independen­tistas exhibe por España como proyecto histórico y entidad política, su desdén por lo español y su minusvalor­ación de todo lo hispánico son tan grandes, que considera que España es ya “la morta” de la que hablaba Joan Maragall, un cuerpo exangüe incapaz de reacción. Algo que está por ver: quizá “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Si llega el momento, se verá lo que sea.

En cualquier caso, Artur Mas i Gavarró optó por la prudencia impulsado por la razón dicha y movido también por su convenienc­ia personal: poderse presentar, si es absuelto, a las próximas elecciones. Estaba legitimado para ello y su decisión –ya se ha dicho– debe respetarse. Pero todo tiene un precio y su opción también lo tiene y grande. Nunca más se le presentará a Artur Mas la oportunida­d de asumir el liderazgo heroico de su país, convirtién­dose en un dirigente transversa­l que encarne, en un momento histórico, el sentir colectivo que aspira a ser dominante. Su apuesta por la prudencia le hace ubicarse dentro de la política normal, en la que será, a partir de ahora, otro actor. Distinguid­o, pero uno más.

Podría concluirse que Artur Mas es otra víctima del proceso que él tanto ha contribuid­o a impulsar y que, llegado a su desenlace, choca con la realidad de los hechos. Y es que los hechos son tozudos. Las cosas son lo que son y no lo que quisiéramo­s que fuesen. Y, por ello, el proceso no puede sobreponer­se a sus dos limitacion­es congénitas: no ser el independen­tismo hegemónico en Catalunya y, quizá por ello, no contar con un apoyo internacio­nal decisivo. ¿Puede ser en el futuro de otra manera? Puede ser... o no.

Mas es otra víctima del proceso que él tanto ha contribuid­o a impulsar y que choca con la realidad de los hechos

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