El sexto elemento
Ni el más brillante de los cocineros se libra del pánico a fracasar cuando se dispone a abrir un nuevo restaurante. Como el actor afronta los fantasmas del miedo escénico o las pesadillas recurrentes en las que se le queda la mente en blanco, quien apuesta por la restauración se topa con el miedo al cero (un servicio sin un solo cliente) y eso que llaman el sexto elemento. No tiene nada que ver, aunque ambos sean intangibles, con el sexto sentido, concepto que en El Bulli usaban para englobar emociones como el humor, la sorpresa, la melancolía, la provocación o la ironía en sus elaboraciones. El sexto elemento es algo que el propio empresario es incapaz de controlar y que hace, no se sabe exactamente por qué, que un establecimiento llegue a funcionar magníficamente o no , al margen de que el trabajo se haga bien, tenga encanto y el precio sea adecuado.
Quienes alguna vez se han aventurado a buscar local han descubierto un submundo de lugares en permanente traspaso, de fincas con taras ocultas, de orientaciones buenas y malas; de instalaciones imposibles. Aunque la mayoría acabe abriendo en el sitio que puede pagar, a veces los más visionarios se atreven a apostar por zonas que pueden llegar a revalorizar o, por lo menos, a situar en las rutas gastronómicas.
Después de la ubicación y del propio local no basta con idear la oferta culinaria o elegir al equipo; también están los permisos, las obras, los vecinos, el interiorismo, la vajilla, las tipografías del cartel o de la carta... Y aún dejándose la piel en cada detalle y tratando de hacerlo lo mejor posible, sólo hay algunas casas, muy pocas, que tienen magia. Son los misterios del sexto elemento. Y tal vez el instinto de la clientela, que al final suele elegir, sobre todo, aquellos sitios en los que le tratan bien y se siente como en casa.