Queremos acoger
El sábado 18 de febrero, en Barcelona, el pueblo salió a la calle. Entre 160.000 y 500.000 personas. Tengo un amigo que tuvo que manifestarse sin poder dar ni un solo paso, en plena plaza Urquinaona, porque Via Laietana estaba embutida de gente y la gran columna no avanzaba en dirección al mar. Posiblemente las expectativas de los organizadores quedaron superadas por la decisión de mucha gente de salir a la calle con el sencillo lema “queremos acoger”. Catalunya es tierra de acogida, y las grandes causas encuentran habitualmente una resonancia mediática y popular.
Pero esta vez el grito no era una demanda de paz y contra una guerra lejana, como sucedió en el año 2003 tras la guerra de Irak. Las personas que se manifestaban expresaban un deseo interior, una voluntad nacida de la propia humanidad y a favor de la humanidad de los otros. El lema incluía, ciertamente, un llamamiento a las administraciones para que los refugiados reciban el trato legal que se merece todo ser humano que ha tenido que dejar su casa por la guerra, por la persecución, por el hambre o por la imposibilidad de construir una vida mínimamente digna en el país que lo ha visto nacer. Pero “lo queremos acoger” era, por encima de todo, un compromiso que muchas personas, de edades, orígenes y condiciones diversas, compartían y proclamaban en voz alta, como aquel que quisiera decir públicamente aquello que tantas veces se había dicho a sí mismo o había comentado en petit comité. Había necesidad de manifestar una voluntad a favor de una causa concreta: la acogida de los inmigrantes y refugiados. Por eso la marcha fue tan multitudinaria y transversal, serena y cívica.
El acto del día 18 no estaba convocado por ninguna organización social o política, aunque se hicieron presentes, a menudo de manera anónima, muchas asociaciones, organizaciones, oenegés, comunidades de la Iglesia católica, de otras confesiones cristianas y de otras religiones. Se expresaba un malestar más que justificado (“bastantes excusas”), pero no era una manifestación directamente planteada en términos de reprobación de los gobernantes. Había, como elemento común, un clamor que salía del corazón, que brotaba de aquella humanidad que todos llevamos a dentro. Era como la sedimentación de un sentimiento de proximidad hacia los que hacen o han hecho largos viajes de esperanza. Y al mismo tiempo latía un sentimiento de dolor hacia los que no lo han conseguido y han muerto en el Mediterráneo, un mar convertido estos últimos años en un cementerio, como el Papa Francisco denunció en Lampedusa en el año 2013.
Pienso, pues, que la imagen más auténtica del acontecimiento del día 18 es la de un corazón que no se resigna ante los aires fuertes de exclusión de los extranjeros, de cierre de fronteras, de rechazo de los refugiados, que soplan en Europa, a EE.UU. y en otras regiones del mundo. El camino es otro. Pasa por los corredores humanitarios, por la integración de las personas ahí donde llegan, por la atención en las periferias de las grandes ciudades donde tantos jóvenes malviven sin trabajo, por el compromiso personal de cada ciudadano. Este es el camino del “queremos acoger”.
El camino pasa por integrar a las personas, por los corredores humanitarios y por la atención a las periferias