Progresismo en la prórroga
Que la ceremonia de los Oscars sirve para vender películas es una obviedad. Quizá no sea tan evidente su utilidad como gigantesco anuncio para transmitir ideología. Una gala en forma de spot de cuatro horas, durante la cual la Academia de Hollywood transmite al mundo entero los modos de pensar de un sector que (con las divergencias propias de cualquier colegio profesional) viene a representar a los sectores más progresistas de la sociedad norteamericana. Por eso la gala de los Oscars tiene un valor insoslayable como síntoma, como termómetro de lo que piensan y quieren que pensemos en esa mitad de Estados Unidos que jamás se ha cruzado por la calle con un votante de Trump.
Conocidos los discursos, conviene atenerse a la iconografía. ¿Cuál es la imagen más repetida durante nueve décadas de entregas de premios a la mejor película? La de una estatuilla calva y viril (dice la leyenda, nunca confirmada, que su escultor se inspiró en el cuerpo del Indio Fernández, actor y director mexicano; los latinos al menos sí servían para eso) recogida por un grupo de hombres blancos, de mediana edad y clase alta. No nos engañemos: en términos demográficos, la imagen final de esta fiesta anual del progresismo estadounidense se ha diferenciado poco de la de una convención de la Sociedad Nacional del Rifle.
Por eso, el error de esta gala de los Oscars ha servido para hacer visible un cambio de tendencia. Cuando el equipo de La La Land subió al escenario a recoger el Oscar a la mejor película, nos ofrecieron la masculina y blanca estampa de toda la vida.
Era el momento de dar paso a lo imprevisto. ¿Cómo se forja una escena publicitaria impagable? Con suspense, punto de giro, justicia poética y un sobre equivocado. Terminado el tiempo de descuento, el arquetípico hombre blanco tenía que ceder el premio (“su” premio) al equipo de
Moonlight, compuesto mayoritariamente por negros y mujeres. De modo excepcional, la iconografía de los Oscars celebraba por una vez a los inesperados, a los postergados, con la productora Adele Romanski y el director Barry Jenkins a modo de portavoces.
Ningún cineasta negro ha ganado el premio al mejor director en toda la historia de los Oscars, y sólo cuatro mujeres han sido nominadas en esa categoría (Kathryn Bigelow es la única premiada). Ni una sola mujer ha sido nunca nominada a la mejor fotografía, y sólo dos fotógrafos negros lo han logrado. Van ochenta y nueve años. Números cantan: este es el balance demográfico de lo que el ala más progresista de Estados Unidos ha considerado premiable entre los siglos XX y XXI.
Mientras tanto, y en su entorno cercano, ¿se les ocurre algún otro sector profesional donde los sobres del reparto también estén equivocados?
La imagen de esta fiesta anual se ha diferenciado poco de la de una convención de la Sociedad Nacional del Rifle