MISIONES IMPOSIBLES
Más de un vecino sueña con la anunciada época en que los robots nos cuidarán, mimarán y hasta harán carantoñas sin tener que aguantar ratos de mal humor, manías en el lavabo y la cocina y tantos otros fallos de programación que tenemos los humanos. En 1996 todavía ignorábamos la que estaba al caer y, aunque había comenzado la revolución de la informática personal, nos permitíamos filosofar sobre nuestra prometeica superioridad. Teníamos un paladín que nos hizo creer en ella: Garri Kaspárov, el genio del ajedrez, que ese año disputó un match a seis partidas contra un superordenador pergeñado por IBM, cuyo nombre de guerra era Deep Blue. En la actividad más cerebral que existe, el humano exsoviético derrotó convincentemente a la máquina norteamericana por 4-2. Sus tres victorias, frente a una sola derrota y dos empates, crearon la ilusión de que nuestro cerebro seguía siendo la única máquina insuperable.
Kaspárov había demostrado que era misión posible mantener a los ordenadores a raya, como Tom Cruise se encargó de demostrar que no hay misión imposible para un ser humano capaz de hipermuscularse y pasarse las películas corriendo con cara de estar disputando el sprint de la final de los 100 metros olímpicos. Ese año Cruise encarnaba a su más celebrado personaje, Ethan Hunt, el controvertido agente de la imaginaria Fuerza de Misiones Imposibles y nos enseñaba cómo manipular un ordenador en aéreo equilibrio y con cuchillo en la boca. Aún hoy sigue viviendo de las secuelas. En todo caso, fue un año plagado de acontecimientos que deberían habernos puesto sobre aviso de que el sueño de la razón puede producir monstruos. O simplemente monstruitos, como la cándida Dolly, una oveja que nació clonada a partir de una célula de la glándula mamaria de su madre. El éxito de la clonación disparó las alarmas y la especulación: nos veíamos a punto de ser atacados por ejércitos de clones asesinos fecundados en humeantes matraces de laboratorio. Sin embargo, la biografía de Dolly, que murió en febrero del 2003 sin llegar a cumplir los siete años (las merinas de su raza, la Finn Dorset, suelen vivir once o doce), indica que los Frankenstein actuales tienen mucho trabajo por delante. O que están ocupados en otros asuntos más rentables, como desarrollar agentes químicos letales o, sin molestar a nadie ni ensuciarse las manos, montar una buena start-up y venderla por 1.000 veces su valor antes de ganar un solo euro o dólar. ¿Misión imposible? La inminente burbuja puntocom demostraría que no hay nada imposible para un humano ambicioso.