Moratorias y prohibiciones
La próxima inauguración del reformado mercado de Sant Antoni ha disparado las expectativas de negocio en la zona de influencia de este equipamiento comercial que, por su atractivo, sus dimensiones y su centralidad, está llamado a convertirse en un renovado motor cívico de la ciudad. Para impedir el monocultivo de bares y restaurantes en un barrio donde este tipo de establecimientos ya tiene hoy una fuerte presencia, el Ayuntamiento de Barcelona ha decretado una nueva suspensión de licencias en el entorno del mercado, una socorrida fórmula que viene empleándose de forma reiterada cuando un gobierno está convencido de que no le gusta un determinado modelo de ciudad pero no tiene tan claro qué modelo alternativo desea promover.
La intención parece buena, pero cuidado con ir estrangulando con vetos y prohibiciones todas las posibilidades de crear actividad económica y, en definitiva, puestos de trabajo. El retorno social de estas políticas intervencionistas de la administración pública no siempre está garantizado. Valga como muestra alguno de los efectos colaterales que ya vienen percibiéndose después de un año y medio de moratoria en la apertura de nuevos establecimientos hoteleros, paso previo a la aprobación hace menos de un mes del Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (Peuat). Las trabas para abrir hoteles de alta categoría en edificios como el de la antigua sede del Deustche Bank, en Diagonal con paseo de Gràcia, han llevado a los promotores a cambiar la apuesta y a promover la transformación de estas fincas en apartamentos de superlujo con unos precios sólo al alcance de las grandes fortunas y de nula rentabilidad para los vecinos y comerciantes a los que se trataba supuestamente de proteger.
Más allá del acierto o no de la última decisión del Ayuntamiento, los movimientos que se están produciendo en vísperas de la resurrección de Sant Antoni ponen de relieve una vez más el papel que han adquirido los mercados municipales desde que los anteriores gobiernos decidieron que había que transformar de arriba a abajo unas instalaciones obsoletas que agonizaban por la falta de inversiones, por la ausencia de relevo generacional –resultaba desolador ver el creciente número de puestos que un día bajaban la persiana y ya no volvían a levantarla– y por una incapacidad manifiesta para adaptarse a los nuevos hábitos de compra y consumo. Los modernos mercados, como las nuevas bibliotecas multifuncionales, han recuperado una condición que va más allá de su función original y que habían perdido en gran parte. Una vez superada la penosa travesía del desierto, los largos años de obras y de exilio a unas instalaciones provisionales, los mercados municipales vuelven a ser auténticos centros cívicos, ágoras que irradian dinamismo a los barrios y que refuerzan su tejido social.
El retorno social de las políticas intervencionistas del Ayuntamiento no siempre está garantizado