Reencuentro con La Cuadra de Sevilla
El pasado fin de semana me fui a Sevilla. Cuando me harto de Barcelona, lo que últimamente ocurre con mayor frecuencia, cojo un avión y me voy a Nápoles o a Sevilla. Una mañana en la terraza napolitana del Gambrinus y me siento rejuvenecer. Igualito que en Sevilla. Como decía María Jesús, mi mujer: “Cuando Juanito cruza el puente de Triana, parece como si le estorbase el bastón”. Soy un enamorado de Sevilla, como lo era mi padre. Mi padre, el poeta, el amigo de Lorca y de Belmonte, solía decir que, de haber sido un industrial catalán, llegada la hora de jubilarse, se habría ido a vivir y a morir en Sevilla. Mi amor, mi descubrimiento y mi amor por Sevilla, se lo debo a un sevillano excepcional: Salvador Távora. Durante años, he compartido con Salvador las tardes de la Maestranza y las madrugadas de Semana Santa, en el barrio del Baratillo, cuando el Cachorro regresaba a Triana, y cientos de copas en la barra señora del Robles o en una humilde barra del Cerro del Águila, su barrio, mientras discutíamos apasionadamente de teatro y de política, de toros y de poetas.
El pasado fin de semana cogí el avión y me fui a Sevilla para reencontrarme , tras cuarenta y cinco años, con el primer espectáculo teatral ideado, concebido y dirigido por Salvador Távora y su recién creada Cuadra de Sevilla: Quejío. La que hoy es, sin discusión posible, pieza emblemática de las artes escénicas andaluzas y universales, se estrenó oficialmente el mes de abril de 1972 en el Gran Anfiteatro de la Sorbona, dentro del Festival del Teatro de las Naciones de París, y en el mes de agosto de aquel mismo año se presentaba en el teatro Capsa (ya no existe) de Barcelona. Recuerdo muy bien lo que ocurrió aquella noche en el Capsa. Recuerdo muy bien a aquel público que, terminada la función, permaneció unos minutos silencioso hasta que, de repente, se alzó de las butacas y se puso a aplaudir a rabiar. Aplaudían los barceloneses progres, los cuales, vete a saber, asociaban aquel quejío andaluz con la Carmen Amaya de las barracas de Montjuïc o con el Vicente Escudero que malvivía en su guarida de la plaza Reial. Recuerdo muy bien aquella noche, en la barra de La Puñalada (ya no existe), del paseo de Gracia, donde, terminada la función, Mario Vargas Llosa, José Agustín Goytisolo y Jaime Gil de Biedma, se deshacían en elogios por lo que acababan de ver; un Mario, un José Agustín y un Jaime, lo recuerdo muy bien, un tanto acojonados por lo que acababan de ver.
“Las maromas enlazan los cuerpos, sabiamente, como sabios son los sudarios de Grotowski o el mecanotubo del Living Theatre”, escribí yo en el Tele/eXpres (19 de agosto de 1972). Un Grotowski y un Living que yo había descubierto seis años antes en el Festival Mundial de Teatro de Nancy. Para mí, Quejío era algo nuevo –y teatralmente lo era, como lo eran Bob Wilson o el Bread and Puppet–, algo nuevo y bello, de una gran belleza, pero extraño, un tanto extraño. Todavía no conocía el porqué, la verdad de ese grito, de ese quejío que mi amigo Salvador no tardaría en descubrirme.
El pasado fin de semana viajé a Sevilla para ver en el teatro Távora de la avenida de Hytasa, una de las nueve únicas representaciones de aquel Quejío que hace cuarenta y cinco vi en el desaparecido teatro Capsa. Escribe mi amigo Salvador en el programa de mano: “Hace ya cuarenta y cinco años que de nuestras gargantas nos salió un grito ronco, dolido, agresivo; y de nuestros pies, golpes de flamenco viejo, distanciado y lejano del que la dictadura promo- cionaba en festivales esplendorosos, tablaos y teatros para divertir. En ese estudio dramático sobre cantes y bailes de nuestra Andalucía al que llamamos Quejío, incorporamos en expresiones sonoras, el dolor de todo un pueblo: la lucha campesina de la que hablaba Blas Infante, el silencio dramático de la emigración, las cicatrices que causan en el alma el miedo, las bocas cerradas del medio popular, y la Andalucía aplastada por la imagen panderetera que tapaba, con un manto negro bordado en oro, el hambre, el analfabetismo y el chiste fácil de su cruda realidad”. Y concluye: “Circunstancias largas y difíciles de contar en estos momentos tan difíciles económicamente y tan confusos ideológicamente, nos han llevado a retomar ese espectáculo, Quejío, desde este refugio de teatro popular que ocupamos en nuestro barrio, con la misma ilusión y exacto convencimiento que en aquella lejana fecha de su estreno. Volver a cerrar los puños en un espacio íntimo como nuestro teatro, en nuestro barrio, es volver a plantarles cara a la incertidumbre, a la sombra de la pobreza, a las desigualdades y sobre todo el olvido del compromiso cultural de Andalucía como Nación”.
Vi Quejío sentado en la primera fila de aquel teatro de barrio, junto a mi amigo Salvador, y al terminar la función, hice un esfuerzo, inútil, para no echarme a llorar. Yo, el enfant terrible, el terrible y temible crítico teatral que fui años atrás. Me había olvidado de Grotowski y del Living. Y aunque nunca he sido independentista catalán ni blasinfantista andaluz, me vi enlazado en aquellas maromas que el amigo Salvador me había con los años, con paciencia y cariño, ayudado a descubrir, a identificar.
PS. Quejío, siete intérpretes –un bailaor, tres cantaores, una guitarra, una flauta y una mujer–y una escenografía pobre, están listos para viajar con un presupuesto más que razonable. ¿Quejío en la Temporada Alta del amigo Salvador Sunyer –en Salt podría causar sensación–, en el Lliure de Gràcia o en la sala chica del TNC, La Cuadra de Identidades en el TNC? Por qué no.
‘Quejío’ es hoy, sin discusión posible, pieza emblemática de las artes escénicas andaluzas y universales