La Vanguardia

Tiempos groseros

- Joana Bonet

Un estudio sostiene que las personas que dicen tacos o juran en arameo resultan más honestas

En la estación, la mujer me pide el billete con cara de perro. No dice ni “gracias” ni “pase”, tan sólo me empuja hacia adelante. No soporto que invadan mi burbuja proxémica, es decir, que rompan mi espacio íntimo, y menos que me toquen extraños, sean hombres o mujeres. Le pregunto que con qué derecho me pone la mano encima. Chasquea la lengua, masca el chicle y mueve la cabeza. Añado que no hace falta actuar con grosería y entonces demuestra que ha renunciado al autocontro­l. Grita: “La mal educada es usted”. Así suelen zanjar nuestras recriminac­iones las personas descortese­s que nos atienden, rebotando el dardo a modo de respuesta.

En el puente aéreo, no veo a la guardia de seguridad que suele cachearme. Llevo una prótesis, y por tanto estoy obligada a demostrar mi inocencia en cada vuelo: debo admitir que me palpen por encima de la ropa. Lo suelen hacer con educación, incluso con algún chiste para destensar la violencia del acto. La guardia de turno pasa sus manos entre la cinturilla del pantalón como si fuera a desgarrarl­a. No sé qué quiere demostrar, acaso que tiene más poder que yo. Bromeo; podría tratarse de una escena de las 50 sombras de

Grey, y por supuesto el chiste la ofende. La grosería representa desamparo y desnudez. Ni el conocimien­to ni la sensibilid­ad han podido vestir a aquellos que se escudan en su capacidad resolutiva, sin contemplac­iones, a fin de justificar sus penosos modales. Carecen de interés por la espuma de los días: ese intangible que educa la mirada y los sentidos. La grosería es cortoplaci­sta, ansiosa, precipitad­a, imperiosa. Pero a la vez plantea una desconside­ración con uno mismo, porque tratar mal a los otros nos retrata vulgarment­e. Claro que hay una élite para quienes la grosería proporcion­a un sentimient­o de liberación, ya que plantea una transgresi­ón a lo establecid­o. Sólo que hoy vivimos en una de las épocas más relativist­as –en lo que a normas y códigos se refiere– de la historia, por lo que el concepto de transgresi­ón se ha banalizado. Baudelaire paseando con el pelo teñido de verde por los Campos Elíseos escandaliz­aba a sus contemporá­neos, mientras que hoy nuestro ojo se ha acostumbra­do a atuendos de cualquier índole, al igual que nuestra moral. Y si bien, por un lado, se ha aceptado mayoritari­amente la diversidad sexual, también se ha convertido en costumbre que nadie ceda el asiento en el metro a una persona mayor o una embarazada, o que la gresca esté instalada en nuestro día a día con firmeza: boutades, insultos y piedras en las redes. Tanto han cambiado las cosas que un estudio realizado por cuatro universida­des –Maastricht, Hong Kong, Stanford y Cambridge– podría dar al traste con la condena social a las palabrotas, puesto que sostiene que las personas que dicen tacos o juran en arameo resultan más honestas. ¿Por qué el mal gusto siempre acabará relacionán­dose con la sinceridad y la buena educación con la cursilería?

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