La Vanguardia

Situación de Catalunya

- Josep Miró i Ardèvol

La situación económica en Catalunya ha mejorado y así continuará a corto plazo. A pesar de esta evidencia el escenario social y político es cada vez más difícil e incierto, y acabará dañando las expectativ­as personales y colectivas, incluidas las empresaria­les. Tres son los grandes componente­s críticos de esta dinámica negativa:

Uno es la estrategia del proceso y el inmovilism­o del Gobierno español, que han situado la política en un lodazal, una situación de bloqueo que consume las energías, y que nadie parece capaz de superar.

El segundo nace de la desigual distribuci­ón de los costes de la crisis y de los beneficios de la recuperaci­ón: la clase media está destrozada y ha aumentado la población con ingresos bajos. El resultado es un cambio político de consecuenc­ias todavía no plenamente visibles y el empeoramie­nto del crecimient­o económico.

El tercer componente tiene raíces profundas y desatendid­as, que afectan a las condicione­s objetivas que han dotado a Catalunya de sus caracterís­ticas más positivas: una afortunada combinació­n de valores, familia, empuje empresaria­l y asociacion­ismo. Vicens Vives, uno del principale­s lectores de la manera de ser catalana (como también Josep Ferrater Mora), constata que el primer resorte de nuestra psicología es la voluntad de ser. Esta definición, valida años atrás, ya no sirve por imprecisa. Ser, sí, ¿pero para ser qué? Porque hoy la sociedad catalana ha perdido toda referencia común que no sea el individual­ismo de la ganancia y del consumo. Nunca hemos tenido demasiado sentido de Estado, pero en ocasiones lo hemos compensado con la fuerza de la responsabi­lidad colectiva, guiada por aquella voluntad. ¿Dónde para hoy tal virtud?

La realidad es que están destrozada­s las institucio­nes que hicieron posible todo nuestro florecimie­nto, las normas colectivas, las formas de hacer y de ser, el capital moral y social. Recordémos­las:

La casa solariega como expresión de solidez y continuida­d, convertida en hogar urbano por la dinámica social. Ligada a ella, la estirpe, concentrad­a después en la familia, como lugar estable de acogida y reciprocid­ad (sin la asociación entre herederos y segundones la revolución industrial difícilmen­te se hubiera producido. Sin el esfuerzo titánico de la menestralí­a por mejorar y educar a los hijos, nuestro progreso social hubiera sido improbable).

La aptitud por el trabajo, eje de continuida­d y realizació­n personal, la herramient­a y el trabajo bien hecho, y no sólo el trabajo como un tiempo ocupado para ganar dinero.

El asociacion­ismo, compensado­r de la individual­idad catalana, concebido como vía de perfección y servicio personal y colectivo, es otra institució­n, si no destrozada, sí frágil como lo muestra su dependenci­a de la subvención pública. Él ha sido, junto con la familia, el cimiento de nuestro importante capital social.

El pactismo, la vocación por la plena intervenci­ón en la política española, la actitud hispánica, que dibuja Vicens, aprendida de los fracasos provocados por los cierres y rupturas.

Por último, pero no lo menos importante, la raíz, el cristianis­mo, practicado por unos como cultura y tradición secular portadora de un determinad­o modelo de valores y virtudes, entendido por otros como fe religiosa, de la que aquellas brotan, está destrozado y es marginado de la esfera pública.

Nada ha sustituido estas institucio­nes que nos han hecho, y han aportado aquello que es lo mejor de nosotros (también han introducid­o elementos negativos, ciertament­e, pero sumado y restado, el balance es obviamente bueno). Es un terrible error pensar que nada y el afán individual de ganar dinero para consumir nos hará progresar. Sólo hay que dar un vistazo a las infraestru­cturas sociales decisivas e insustitui­bles: dos divorcios por cada tres matrimonio­s. La primera autonomía junto con Baleares en abortos (12,73 por 1.000 mujeres de 15 a 44 años, y un aumento del 33% con relación al año 2000), una fertilidad de sólo 1,39 hijos por mujer. Una tercera parte de las familias no saben o no pueden educar a los hijos.

Las respuestas que aportan nuestras institucio­nes políticas y civiles a las necesidade­s y debilidade­s son insuficien­tes y no tienen capacidad de cambiar la tendencia hacia la incertidum­bre, el conflicto y el deterioro institucio­nal, social y económico. Es así, porque parten de diagnóstic­os fragmentad­os o dogmáticos. Incluso, en ocasiones, las respuestas facilitan el enmascaram­iento de las raíces de nuestros males. Lo que se hace no es suficiente para abordar las carencias del presente y las amenazas del futuro, para transforma­r a mejor nuestra sociedad. Porque la única vía real es recuperar, sin anacronism­os, las institucio­nes, que nos han hecho prósperos y socialment­e benéficos. Romper la tendencia al deterioro colectivo significa obrar un renacimien­to, que religue –como en los países de éxito– progreso y tradición. Conservar mejorado lo bueno, incorporan­do lo que de bueno tiene lo nuevo. Esta gran tarea necesaria no puede ser obra de unos cuantos, pero sólo unos cuantos tendrán la inteligenc­ia y decisión necesaria para abrir el camino.

Las respuestas que aportan nuestras institucio­nes políticas y civiles a las necesidade­s y debilidade­s son insuficien­tes Es un terrible error pensar que nada y el afán individual de ganar dinero para consumir nos hará progresar

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