Corea del Norte, juegos peligrosos
DESDE que la República Popular Democrática de Corea se desenganchó plenamente de la historia, con el desmoronamiento de la URSS, su curso sería grotesco y aun hilarante si no fuese por las penurias y la tiranía que sufren sus habitantes y por el chantaje permanente al que somete a la comunidad internacional gracias a su arsenal nuclear y al terror sin fronteras. Ayer, la primera y última monarquía estalinista del planeta reincidió con el lanzamiento de cuatro misiles de corto alcance que cayeron en aguas de la Zona Económica Especial de Japón, a 370 kilómetros de suelo nipón, una distancia suficiente para irritar a la comunidad internacional e insuficiente para causar daños humanos.
La estrategia de Pyongyang no es novedosa, forma parte de su alma y es, a estas alturas, su recurso desesperado –pero no anecdótico– para conseguir aquello que garantice la supervivencia de un régimen insólito, sin precedentes en la historia del comunismo en cuanto a duración y características. Si Stalin gobernó la URSS durante tres décadas, la dinastía de los Kim impera en Corea del Norte desde fines de los años 40, monopolizando el Estado surgido tras la guerra de Corea, entre 1950 y 1953, zanjada con la partición de la península por el mítico paralelo 38. La guerra fría fue una póliza de vida para los Kim. El patriarca, Kim Il Sung, supo sacar provecho de la confrontación bipolar, con la habilidad adicional de rentabilizar la rivalidad ideológica entre Moscú y Pekín. A diferencia de otros estados comunistas, Corea del Norte pasó de la ocupación extranjera –Japón– a un régimen hermético, cerrado al exterior –incluso a los vecinos amigos– y regido por un orwelliano culto a la personalidad que explica que los norcoreanos atribuyan milagros y poderes sobrehumanos a los tres emperadores de la dinastía.
A diferencia de los restantes países comunistas, Corea del Norte ha mantenido contra viento y marea su economía, ineficaz, a pesar de las hambrunas, cuyas cifras son un misterio debido al hermetismo pero que en los años 90 del siglo pasado se cobraron centenares de miles de vidas. Gracias al lavado de cerebro que sufren todos los norcoreanos desde el día de su nacimiento y al recurso periódico a ejecuciones y purgas, Corea del Norte es un dinosaurio apestado que sólo cuenta con el apoyo –inevitable y cada día menos entusiasta– de Pekín y el recurso al músculo belicista para seguir en pie. El problema es que Corea del Norte se ha convertido en un rehén de sus propios actos y en un motor involuntario de la creciente tensión militar en Asia desde el resurgimiento militar y económico de China.