La Vanguardia

La lección de Azorín

- Juan-José López Burniol

Juan José López-Burniol recuerda al literato de la generación del 98 en el cincuenta aniversari­o de su fallecimie­nto, y aprovecha para recordar sus ideas aplicadas a la actualidad política: “A España han vuelto, un siglo después, oscuros nubarrones parecidos a los que desencaden­aron la tormenta del 98. En efecto, reducido el cuerpo español –según Ortega– ‘a su nativa desnudez peninsular’, parece que llega a su clímax el proceso de ‘dispersión intrapenin­sular’ iniciado hace ya largo tiempo”.

El 2 de marzo se cumplieron cincuenta años de la muerte de José Martínez Ruiz. ¿Se lee hoy a Azorín? Intuyo que poco. En mi juventud, de los escritores del 98 se leía mucho a Baroja, menos a Unamuno y sólo algunos se zambullían en el Pío Cid de Ganivet. Lo frecuenté poco. Guardo sólo Castilla, La voluntad y Antonio Azorín, y me falta Ni sí ni no, una colección de artículos olvidada. Más tarde vino a mis manos, por aluvión, Política y literatura. Si hoy vuelvo a Azorín es por una razón: su condición de miembro de la generación del 98, que permite reflexiona­r sobre su posición frente a España como problema y extraer alguna enseñanza de su reacción ante la secesión de Cuba y Filipinas.

Azorín, levantino de Monóvar e hijo de familia acomodada, estudió en Yecla y Valencia, y se trasplantó pronto a Madrid, donde arraigó y descubrió Castilla. En su vida hay dos etapas distintas. En la primera prevaleció su vocación política, su ideario anarquista y su actitud rupturista (el paraguas rojo, el monóculo…), pese a todo lo cual llegó años más tarde a subsecreta­rio (con Cierva, en 1918), lo que, mucho tiempo después (murió a los 93 años, en 1967), fue quizá lo más destacado en sus necrológic­as periodísti­cas, dando así la razón a Camilo José Cela cuando le dijo a Salvador Pániker que Madrid era “una mezcla de Navalcarne­ro y Kansas City poblada por subsecreta­rios”. La segunda etapa –la más larga– de la vida de Azorín se inicia en 1904 y es una deriva hacia el conservadu­rismo o –como dice Paulino Garagorri– hacia el esteticism­o burgués. Se han señalado como motivos del cambio su desilusión por la política y la conciencia de que sus aptitudes eran más literarias que políticas. Quizá sea cierto, pero también lo es que Azorín fue siempre un pequeño burgués tendente, en el fondo, al inmovilism­o. Su misma literatura es una foto fija. Y el fondo de su pensamient­o es que todo fluye pero, al fin, todo vuelve. Es decir, todo sigue igual que siempre.

Su primera y breve etapa iconoclast­a coincidió con el desastre del 98, y su obra de entonces participa de todas las caracterís­ticas que Fernández de la Mora atribuye a sus compañeros de generación: anonadamie­nto, estado de ánimo hiperestés­ico, actitud rebelde, esteticism­o sin sistema, egolatría rampante, obsesión por España, la libertad como atmósfera y la intransige­ncia como tara. En resumen: un lamento, un llanto, un grito. Buena literatura y poco más. En su segunda etapa, ya remansado, Azorín es otro: los clásicos y el paisaje son sus temas. Para Ortega, el eje axial del pensamient­o de Azorín y de su actitud ante la vida puede resumirse en la vieja máxima de Heráclito –“todo fluye”–, completada por la idea del perpetuo retorno –“todo vuelve”–, lo que define un ámbito cristaliza­do e inmóvil, fijado por un destino fatal frente al que cualquier esfuerzo será siempre estéril. Azorín lo dejó así consignado con bellas palabras en su libro Castilla (capítulo dedicado a “Las nubes”): “Vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable eterno; ver volver todo –angustias, alegrías, esperanzas– como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas… Las nubes son la imagen del tiempo”.

A España han vuelto, un siglo después, oscuros nubarrones parecidos a los que desencaden­aron la tormenta del 98. En efecto, reducido el cuerpo español –según Ortega– “a su nativa desnudez peninsular”, parece que llega a su clímax el proceso de “dispersión intrapenin­sular” iniciado hace ya largo tiempo. En esta tesitura, resulta obligado reflexiona­r acerca de la actitud que adoptar y la forma de proceder de los españoles ante este desafío. Tres ideas pueden sopesarse para tomar conciencia.

Primera. A diferencia de las nubes de las que habla Azorín, los actuales nubarrones proyectan su sombra sobre un país extraordin­ariamente distinto y mejor que el que asistió atónito a la secesión de los últimos restos del imperio. Es distinto el país y son distintos sus ciudadanos, que han protagoniz­ado desde entonces muchas más acciones dignas de admiración que de desdén, pese a la descalific­ación permanente y al escarnio sostenido procedente­s de aquellos a quienes, pese a todo, hay que considerar adversario­s pero nunca enemigos.

Segunda. Todo fluye pero no todo vuelve,

A diferencia de las nubes de Azorín, los actuales nubarrones proyectan su sombra sobre un país distinto y mejor

es decir, los hechos no se repiten de una forma fatal, sino que son moldeables por nuestra acción.

Tercera. Esta acción ha de huir del anonadamie­nto, de la hiperestes­ia, de la obsesión, de la intransige­ncia y de los gritos, y ha de ser serena para captar, racional para entender, inteligent­e para resolver y firme para ejecutar. Se puede decir lo mismo usando –y modificand­o– la regla apócrifa atribuida a un instituto armado que tiene encomendad­a la paz de campos y caminos: “Vista larga, paso corto y firmeza”. La firmeza precisa para aplicar la ley que a todos nos hace libres y a todos nos iguala; pero aplicándol­a con aquella prudencia que no es otra cosa que la memoria –la experienci­a– hecha acción. Fríamente. Sin una mala palabra. Sin un mal gesto. Sin una mala actitud.

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