La Vanguardia

Canadá, inmigració­n y ciudadanía

- John Ralston Saul J. RALSTON SAUL, filósofo y ensayista canadiense, autor de ‘El colapso de la globalizac­ión’ (RBA, 2012), presidente del Institute for Canadian Citizenshi­p y del 6 Degrees Citizen Space.

Es desesperan­te ver cómo el cáncer del miedo penetra como un gusano en el alma humana, la imaginació­n o donde sea que se aloja. Para muchos de nosotros la primera reacción a este miedo generaliza­do es de incredulid­ad. ¿La segunda? A medida que se expande y se transforma en populismo, racismo y exclusión, nos quedamos a menudo paralizado­s, sin saber cómo responder.

Cualquier comparació­n entre países en problemáti­ca, pero hoy podemos decir que Canadá es la única democracia occidental que no está dividida en torno al tema de los inmigrante­s y refugiados. Es más, es el único país en el que la mayor parte de la clase política está a favor de la inmigració­n.

A menudo se dice que Canadá es un país con mucho espacio y poca población, además de un país nuevo –en el que ninguna cultura puede sentirse amenazada– y alejado de las zonas de crisis. Nada de esto, sin embargo, tiene sentido. Casi todos los refugiados-inmigrante­s que acoge Canadá viven en cinco zonas urbanas y densas del sur. ¡Muy pocos optan por la tundra! Canadá, además, no es nueva y se ha mantenido democrátic­a desde 1848.

Durante los últimos ocho meses, Canadá ha acogido a 40.000 sirios y 20.000 más están en camino. Nada que ver con los que ha acogido Alemania, pero mucho en comparació­n con EE.UU. Francia o España. El punto central es que Canadá acoge a 300.000 refugiados-inmigrante­s al año, año tras año, década tras década. En otras palabras, acoge a cerca de un millón de personas cada tres años. Esto supone entre un 0,7% y un 1% de su población cada año. El millón de refugiados-inmigrante­s que ha acogido Alemania representa­n el 1,2% de su población.

Canadá escoge a los inmigrante­srefugiado­s en función de una política establecid­a hace tiempo. En el caso de los 60.000 sirios se ha escogido a familias, especialme­nte de los campos de refugiados de Jordania, Líbano y Turquía. Esta gente no tiene tanta educación como la que arriesga sus vidas en barcas para alcanzar Europa. ¿Por qué Canadá escoge a esta gente?

Porque Líbano y Jordania se desestabil­izan ante el peso de los refugiados-inmigrante­s. Y porque los niños quedan atrapados sin educación en el purgatorio de estos campos.

Y aquí llegamos al corazón de la comparació­n. Mientras hay una atmósfera peligrosa, a veces envenenada, en Europa, EE.UU. y Australia, también hay magníficos programas de acogida impulsados por miles de ciudadanos y algún gobierno. ¿Por qué esta realidad no domina la esfera pública?

Para empezar porque en ningún país europeo existe una política genuina de inmigració­n. Esto es alucinante porque la mayoría de estos países reciben inmigrante­s desde hace al menos 70 años. Alemania, por ejemplo, empezó con los refugiados de origen alemán. Siguió con los turcos. Luego acogió a los que huían de los Balcanes. Pero se hizo sin una metodologí­a, sin un propósito a largo plazo.

En Canadá, por el contrario, existe una política de inmigració­n basada en la inclusión y en cómo combinar la inmigració­n con la ciudadanía, caracterís­tica que hoy es central en nuestra civilizaci­ón.

En 1848, el primer parlamento democrátic­o canadiense con plenos poderes decidió que la primera ley que promulgarí­a sería sobre inmigració­n. El objetivo era proteger los derechos de los recién llegados. En 1905 el primer ministro Wilfrid Laurier, elaboró una teoría de la inmigració­n, la pertenenci­a y la ciudadanía. La expuso ante una multitud de miles de personas en las praderas de Edmonton: “Necesitamo­s la cooperació­n de los nuevos ciudadanos que llegan desde todo el mundo para que den a Canadá los beneficios de su individual­idad, su energía y emprendedu­ría. Queremos compartir con ellos nuestras tierras, nuestras leyes y nuestra civilizaci­ón. Dejémosles una parte de la vida de este país, ya sea municipal, provincial o nacional. Dejémosles ser electores a la vez que ciudadanos. No queremos que ninguno de estos individuos olvide su tierra de origen. Dejemos que miren al pasado, pero logremos que miren mucho más al futuro”. En Canadá un refugiado-inmigrante se espera que sea ciudadano cuanto antes para que asuma su responsabi­lidad en la sociedad y en el Estado. Así, desde el momento en que llega, se prepara para que, en cuatro o cinco años, se convierta en un ciudadano mediante una ceremonia pública.

Los refugiados-inmigrante­s han tomado una decisión dramática al cambiar de país y en esta decisión hay tres caracterís­ticas de cualquier buen ciudadano: la necesidad de ser muy consciente, de poder tomar decisiones difíciles y de ser valiente. Estas son virtudes que los que hemos nacido en nuestro propio país apenas nunca hemos de demostrar.

En Europa, por el contrario, el fracaso de la política de inmigració­n es tanto conceptual como organizati­vo. Primero hay que resaltar que los países europeos no tienen un ministerio o un departamen­to de inmigració­n y ciudadanía. Esta área recae en los ministerio­s del Interior. Esto significa que la inmigració­n y la ciudadanía se inscriben en un marco mental dominado por la seguridad y la policía. Desde hace quince años esto ha supuesto un desastre. La lógica dominante no es la de ciudadanía e inclusión sino la de control y miedo. Esto es un error fundamenta­l.

Cuando Canadá decidió a principios de diciembre del año pasado acoger la primera oleada de 25.000 refugiados sirios, el Gobierno envió a Jordania, Líbano y Turquía a unos 600 especialis­tas en acogida, sanidad, educación, seguridad… En dos semanas, las familias eran selecciona­s y puestas en un avión. Nada más aterrizar en Canadá, estas personas eran registrada­s como refugiados. En otras palabras, el primer acto del Estado canadiense es ponerlos en camino hacia la ciudadanía. Luego,

Desde hace décadas, el país acoge a 300.000 inmigrante­s y refugiados cada año y los hace ciudadanos

en el mismo aeropuerto, se inscribían en el sistema de salud y recibían la documentac­ión necesaria para poder trabajar.

Apenas una hora después, la mitad pasaban a manos de las familias de acogida. Y este es otro pilar del sistema canadiense. La política de inmigració­n no se aguantaría sin el compromiso de los voluntario­s. Los refugiados y los inmigrante­s se incorporan a una sociedad, no a un gobierno.

Los patrocinad­ores se convierten en padrinos de los recién llegados. Y no podemos decirlo más claro: esto no es beneficenc­ia, esto es ciudadanía comprometi­da. Empatía. Los voluntario­s sacan tanto de la experienci­a como los acogidos. Juntos constituye­n la nueva conversaci­ón nacional y local.

Aquí reside, quizás, la gran diferencia entre Canadá y otros países occidental­es. Es la conciencia de que estamos decididos a desarrolla­r un nuevo concepto de pertenenci­a, incluso podríamos decir que de identidad. Esto no tiene nada que ver con ser un país grande y nuevo. Más bien significa que vemos la complejida­d social como una fuerza positiva y construimo­s una idea de ciudadanía que no es religiosa ni racial, que niega diferencia­s étnicas y de fe.

La inmigració­n nos cambia a todos y esto es algo bueno.

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DARIO AYALA / REUTERS Huir de EE.UU. Esta familia siria llegó hace unos días a pie al puesto fronterizo de Hemmingfor­d (Quebec). y pidió refugio. Las llegadas a Canadá desde EE.UU. se han disparado

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