Y ahora, el caso Pretoria
RECIENTES los juicios por los casos Nóos y las tarjetas black, con los tremebundos ecos de Gürtel y del tándem Millet-Montull, mientras siguen lloviendo tempestades por los presuntos casos del 3% a la antigua Convergència y por la financiación ilegal del PP, se inicia hoy en la Audiencia Nacional el juicio por otro caso de corrupción, el Pretoria. Una instrucción judicial que, en su día, provocó la llamada “pena del telediario” porque los acusados aparecían por vez primera esposados, de cara a las cámaras previamente convocadas por no se sabe quién, y que seguirá alimentando sentimientos encontrados en la opinión pública: el asco por la corrupción y la satisfacción por que los jueces hagan su trabajo.
Pretoria es un caso insólito porque afecta fundamentalmente a expolíticos del PSC y de la antigua CDC. Se trata de Bartomeu Muñoz, exalcalde socialista de Santa Coloma de Gramenet entre el 2002 y el 2009; Luis Andrés García, exdiputado del PSC en el Parlament de 1980 a 1988 e influyente sindicalista; Macià Alavedra, exconseller de varios gobiernos convergentes de la Generalitat, y Lluís Prenafeta, que fue secretario general de Presidència y mano derecha de Jordi Pujol. La instrucción los acusa de tráfico de influencias para lograr la adjudicación de terrenos para luego cambiar el adjudicatario, recalificar los terrenos y venderlos a un precio muy superior, todo ello mediante cuantiosas comisiones que se negociaban a través de paraísos fiscales.
Es, por tanto, un juicio a una época en la que la fiebre del ladrillo convirtió el suelo en el cuerno de oro mediante el cual se hicieron todo tipo de negocios, incluidos los ilegales, algunos de ellos ya pasados por los tribunales. En el caso Pretoria, no se trata de juzgar la sociovergència,
que por otra parte nunca se hizo realidad desde un punto de vista político ni institucional, sino de analizar y culpabilizar a sus responsables por un presunto delito que reunió en la mesa del negocio urbanístico a alcaldes, mediadores y comisionistas de ideologías rivales en el terreno político y que provocó daños en el erario público cuyas deudas aún hoy se están pagando, como es el caso de la empresa pública de vivienda Gramepark. No es tanto un juicio a los partidos del sistema como un juicio a un sistema de negocio fraudulento del que se beneficiaron personas concretas. Si se quiere, es un juicio a una derivada del sistema.
Desde el punto de vista social, es inmenso el daño que causa todo tipo de corrupción en el que se hallen implicados políticos. El conocimiento de que quienes tienen la misión de gestionar el interés común se dedican al suyo propio, saltándose no sólo las leyes, sino también la ética más esencial, provoca un enorme rechazo social. Es un fenómeno global, que afecta tanto a Santa Coloma de Gramenet como a Murcia –con un presidente acosado por la justicia– o a Corea del Sur, donde el Constitucional ha destituido a su presidenta, y que está provocando grietas en el sistema democrático, con la aparición de populismos de todo tipo y de gobiernos neoautoritarios que amenazan con acabar con los derechos de las personas. Por esa razón, el lógico rechazo popular que causa el conocimiento de la corrupción debería compensarlo la certeza y la garantía de que los jueces cumplen con su deber, se trate de quien se trate. Y por esa misma lógica debe ser el poder judicial el primero en rechazar categóricamente su politización, venga de donde venga, se haga como se haga. Todos nos jugamos mucho en el envite.