Verdad perturbadora
Un drama que acaba en tragedia:
L’ànec salvatge. Un pistoletazo que se lleva en el otro barrio la encarnación más tierna de la inocencia es la vía que Ibsen (1828-1906) encontró para afirmar la mediocridad de los personajes y su ineptitud para enderezar los efectos negativos de antiguas conductas. En el conjunto de la producción realista del autor, L’ànec saltvatge es de las piezas que ofrecen más dificultades para llevarlas a escena, razón para aplaudir los aciertos de Julio Manrique en el montaje estrenado en el Lliure. Su calidad se mantiene, sobre todo, hasta el momento que el grupo familiar que conforma la base de la historia recibe la sacudida de noticias inquietantes que les comunica un visitante desconocido.
Hasta ahí, Manrique nos muestra a unos personajes bien instalados en sus papeles, marcados, eso sí, por un gris destacable. En el núcleo de la familia están Gina (Laura Conejero) y Hialmar (Ivan Benet), una pareja que disfruta, parece, de una razonable felicidad conyugal. Su hija Hedvige (Elena Tarrats) y Ekdal (Lluís Marco), padre de Hialmar, un personaje a ratos pintoresco, empapado de un gran saber popular. Werle (Andreu Benito), su antiguo socio que había mantenido relaciones sexuales con Gina, según las revelaciones de Gregor (Pablo Derqui), el recién llegado, hombre enigmático que ni siquiera el director quiere definir de una manera precisa. Relling (Jordi Bosch), médico que con sus intervenciones, a menudo sarcásticas, sacude la existencia rutinaria del grupo...
Hay estudiosos convencidos de que con L’ànec salvatge Ibsen se retractaba de la conclusión de Un
enemigo del pueblo, donde la sociedad prefería vivir confortablemente antes que aceptar la verdad de las aguas balnearias contaminadas que certificaba el doctor Stockman, lo que les habría arruinado. Ahora, en cambio, la verdad que el mensajero desconocido planta en la familia del viejo Ekdal es una bomba para los principios y sentimientos de Hialmar.
Efectivamente, al enterarse de que Gina se encamó con Werle, su “ataque de cuernos” es explosivo, volcánico. Parece como si el director hubiera permitido a Ivan Benet cualquier manifestación que pudiera ilustrar mejor el enfado. Y en eso creo que el espectáculo decae y que, al contrario, había que controlar los excesos del actor, sus gritos desaforados, así como una reacción menos ruidosa pero muy infantil: el ostensible desprecio por la hija, no fuera que no la hubiera engendrado él sino el socio de su padre. Lástima, porque hasta ese tramo final el espectáculo es excelente, muy bien montado, dirigido e interpretado.