De la orgía emocional al gatillazo racional
El cosmos culé contiene universos paralelos. La derrota de ayer, probablemente la mejor jugada de todas las de esta temporada, le da continuidad a un Barça vulnerable en defensa, aturdido en el área rival y que regresa de Riazor tocado pero no hundido. Es un equipo que no acaba de encontrar el equilibrio entre la voluntad y el acierto. Eso en lo que respecta a la Liga, un campeonato que, como dijo Pepe Mel, tiene equipos que preparan sus partidos con tiempo y sin interferencias de calendario. “No hemos dejado que sus jugadores importantes intervinieran”, dijo Mel. En efecto, hace semanas que nos damos cuenta de que el equipo se divide entre “jugadores importantes” y fichajes discutibles. Por desgracia no todos los importantes (Iniesta, Messi, Alba) están en su mejor forma y los otros (Arda y Gomes) rebajan la media de efectividad y peligrosidad del juego.
Por suerte el barcelonismo es un multiverso que incluye experiencias como la del miércoles. Es una realidad que, paralela a la de ayer, sigue los principios adrenalínicos de las eliminatorias y se distancia de la regularidad, grandiosamente doméstica, de la Liga. La importancia de eliminar al PSG es relativa pero el valor emocional y el efectismo de afirmación del partido es incalculable. Tendrá consecuencia, porque pasaremos a cuartos de final y porque la UEFA paga (bien) cada victoria ¿Pero qué valor intangible tiene el 6-1 y qué retorno en la educación sentimental culé a medio y largo plazo? No los podrían contabilizar ni Gonzalo Bernardos ni el gran José Maria Gay de Liébana, que, al ser del Espanyol, podrían estudiarlo con el distanciamiento académico adecuado. Por eso, mezclar la fiesta del miércoles con el partido de ayer equivale a renunciar al factor cuántico de nuestro universo y a confundir la Pepsi con la Coca-Cola.
Ayer el Barça no jugó mal pero en una liga hay días en los que el rival está mejor preparado. El miércoles, en cambio... ¡Ah, el miércoles! Al salir del estadio confluyeron todas las formas de felicidad. Un analista improvisado repetía: “Hemos empezado jugando como el Barça y hemos acabado ganando como el Madrid”. El diagnóstico sonaba a sacrilegio, ya que tienes que estar fatal para pensar en el Madrid en una noche así. De hecho, es la prueba de que a menudo nos imponemos rivalidades innecesarias, ya que la gracia del miércoles es que condensa multitud de espíritus cien por cien barcelonistas. De entrada, la derrota vergonzosa, que activó el pesimismo tribal necesario para que, a partir de la aflicción, Luis Enrique interviniera con inteligencia. Después, el tempo escenográfico, que contuvo la pornografía supersticiosa (que, por desgracia, se ha disparado con la euforia del 6-1). En el Camp Nou más anímicamente luminoso y enloquecido del siglo XXI, el Barça empezó jugando como el mejor Barça de los últimos meses (que no es ni mucho menos el mejor de los últimos años), a remolque de los “jugadores importantes” y sin el lastre de los menos determinantes. Pero, a partir del 3-0, elevó su nivel de riesgo con una temeridad indispensable que nos costó el gol que parecía hundirnos.
Hasta que, reinterpretando la grandeza de sus predecesores brasileños (Romário, Ronaldinho, Rivaldo, Ronaldo), Neymar decidió intervenir. Durante siete minutos, Neymar (algunos nos acordamos de Sandro Rosell pero no lo diremos
Mezclar la fiesta del miércoles con el partido de ayer es renunciar al factor cuántico del universo Barça
en voz alta porque el barcelonismo preserva sus trampas y rencores) hizo que todo el equipo jugara como jugaba Luis Enrique pero añadiendo a la receta el espíritu cruyffista de las Ligas de Tenerife y Djukic. Eso, sumado a que el PSG cayó en la arrogancia prematura del nuevo rico, encarnada en la chulería pija de Sarkozy y en la mezquindad crónica de Domenech, nos proporcionó unas sensaciones orgiásticas precisamente por el hecho de saber que estábamos viviendo un momento irreal desde el punto de vista de la lógica pero infinitamente real desde el punto de vista de las emociones. Hay quien, tras perder en Riazor, insiste en relacionar –causa y efecto– aquella victoria con esta derrota. Yo prefiero preservar, como un tesoro cuántico contradictorio, una experiencia que perdurará para siempre y otra que, si todo va bien, olvidaremos pronto.