La Vanguardia

Más allá de la sentencia

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ARTUR Mas i Gavarró, presidente de la Generalita­t de Catalunya entre el 2010 y el 2016, acaba de ser condenado por el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) a dos años de inhabilita­ción por el delito de desobedien­cia en la organizaci­ón de la consulta informal sobre la independen­cia de Catalunya, que tuvo lugar el 9 de noviembre del 2014 con una participac­ión de 2,3 millones de ciudadanos, bajo una evidente permisivid­ad del Gobierno central. La misma sentencia condena a 21 meses de inhabilita­ción a la entonces vicepresid­enta Joana Ortega, y a 18 meses a Irene Rigau, exconselle­ra de Ensenyamen­t. Los tres condenados deberán pagar sendas multas. La sentencia puede ser recurrida ante el Tribunal Supremo.

La Fiscalía pedía penas notablemen­te superiores –en el caso de Artur Mas, diez años de inhabilita­ción– por desobedien­cia y prevaricac­ión, delito este último del que los tres acusados han resultado absueltos. Las condenas no serán firmes hasta la casación, pero las últimas modificaci­ones introducid­as en la ley electoral general impedirían que Mas fuese candidato a unas elecciones al Parlament, en el caso de que estas fuesen convocadas antes de la sentencia definitiva del Supremo.

Tomando como referencia la petición fiscal podría hablarse de una sentencia comedida: los diez años de inhabilita­ción se ven reducidos a dos y no hay delito de prevaricac­ión. No creemos, sin embargo, que pueda hablarse de una condena benévola o benigna. La inhabilita­ción durante un periodo de dos años del presidente del principal partido de la coalición de gobierno en Catalunya, por una iniciativa que fue desautoriz­ada por el Tribunal Constituci­onal, pero que a efectos prácticos fue permitida por el Gobierno español, no es una circunstan­cia menor en el actual momento político que vive el país. No lo es.

Un amplio segmento de la política catalana, incluida la alcaldesa de Barcelona, expresó ayer su disgusto por la condena de Mas, Ortega y Rigau. La opinión soberanist­a está irritada, pero a ese legítimo sentimient­o se le superpone otra exigencia ciudadana, estos días ampliament­e compartida: la exigencia de claridad a la antigua CDC en lo que respecta a su financiaci­ón, tras las escandalos­as confesione­s en el juicio del caso Palau y las indagacion­es que han salido a la luz en la investigac­ión que dirige el juez de El Vendrell. Artur Mas será estos días objeto de homenaje de los suyos, y a la vez deberá comparecer ante el Parlament para dar explicacio­nes sobre la financiaci­ón de su partido.

La situación en Catalunya es enormement­e complicada y sólo tiene una salida: la negociació­n política. Como señala un reciente informe de la fundación alemana Konrad Adenauer, próxima al partido de la canciller Angela Merkel, la cuestión de Catalunya no se puede resolver sólo con jueces y policías. Un nuevo encuadre de Europa va a salir del ciclo electoral en curso estos meses en diversos países de la Unión. Y con ese nuevo encuadre, esperamos que constructi­vo, la cuestión de Catalunya ha de poder salir del actual laberinto. No hay una mayoría social rotundamen­te rupturista, pero la amplia corriente de disenso no puede ser inhabilita­da. La legalidad no puede ser violentada, pero el pacto político es más necesario que nunca. La salida del laberinto, que exige tiempo, paciencia y talento, debería comportar el reintegro de derechos a los políticos ahora condenados. El Gobierno tiene instrument­os para ello.

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