La Vanguardia

Platos rotos

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Quienes, durante los cuatro o cinco últimos años, hemos propuesto la búsqueda de una tercera vía que pudiera evitar un accidente ferroviari­o hemos sido criticados –hablo en plural porque espero que quede más de uno– por casi todo el mundo. En particular, los más próximos a las posiciones del Gobierno central nos tachan de demasiado benévolos para con las actuacione­s del movimiento soberanist­a: sólo teníamos voz para criticar la pasividad o la cerrazón del Gobierno central. Tenían razón hasta ahora, pero creo que si así nos hemos comportado no ha sido por casualidad. El Gobierno del Estado, con más poder que el de la Generalita­t, tenía también más responsabi­lidad en propiciar una salida honrosa al conflicto, y el emplear como único argumento una interpreta­ción muy restrictiv­a de la legislació­n vigente no ha hecho más que envenenar las cosas. La debilidad del Govern de la Generalita­t frente a ese abuso de una posición de dominio podía excusar chulerías, salidas de tono e impertinen­cias para con las institucio­nes del Estado, groserías todas en las que los miembros de ese Govern han sido pródigos, como expresione­s, hasta cierto punto comprensib­les, de impotencia y frustració­n.

Pero durante los últimos meses el comportami­ento de la Generalita­t –Parlament y Govern– ha ido más allá de los límites tolerables. En primer lugar, faltando a la verdad en lo que se refiere a la posición de una Catalunya independie­nte frente a Europa: el mensaje recibido de todas las instancias solventes ha sido inequívoco, y la Generalita­t ha mantenido la ambigüedad en un extremo muy importante por lo que hace a las consecuenc­ias de una eventual independen­cia, tal como hicieron los partidario­s del Brexit, engañando como estos a su electorado. En segundo lugar, ha pretendido ignorar la decidida voluntad de no apoyar desde el exterior cualquier acción contraria a la legalidad española, voluntad que se puso de manifiesto de forma explícita durante el viaje del expresiden­te Mas a Estados Unidos. Por último, la Generalita­t de hoy ha olvidado que no representa ni siquiera a una mayoría de los catalanes y ha pretendido gobernar en nombre del pueblo de Catalunya; una usurpación que, para los clásicos, constituía la más grave corrupción de la democracia.

Los últimos acontecimi­entos hacen desbordar el vaso. En nombre de un proceso necesariam­ente abocado al fracaso se violentan todas las salvaguard­as que una democracia ha puesto para prevenir los abusos de poder: se quiere promulgar una ley sin debate ni publicació­n, a sabiendas de que su contenido sería impugnado por los guardianes de la Constituci­ón en cualquier país. No se trata de hacer cábalas sobre cuál será el resultado de esa nueva treta, porque hay varios posibles, ninguno bueno. Lo que importa de verdad es que desde ahora no sólo los actuales responsabl­es políticos sino, sobre todo, las formas democrátic­as habrán perdido todo su prestigio, y las institucio­nes serán como conchas vacías. Cualquiera podrá alzar su voz en nombre del pueblo e imponer su criterio sobre otros con sólo gritar más fuerte; cualquiera podrá despreciar a la justicia. Durante años hemos visto cómo se contraponí­a legitimida­d a legalidad y se confundían democracia y demagogia; hemos sacrificad­o a nuestra convenienc­ia el verdadero significad­o de los términos y olvidado que el uso impropio del lenguaje es síntoma de una enfermedad del alma; ahora pagaremos las consecuenc­ias.

El panorama del día después es desolador, y sobre él hay que trabajar. No cabe duda de que remontarem­os el país, y quizá a ello nos ayuden dos reflexione­s: la primera es que hay que admitir que el famoso procés termina por confirmar, segurament­e sin querer, la profecía del señor Aznar, porque nos deja una Catalunya rota, mientras que el resto de España queda incólume, al menos por ahora. Procuremos que la ruptura no se consume, cosa perfectame­nte posible, porque aquí hay mucho que hacer; lo veremos si el Govern de la Generalita­t gobierna, cosa que no ha hecho desde hace demasiado tiempo. Y, admitido el desastre sin paliativos del procés, huyamos de la tentación de dar por buena la táctica del presidente Rajoy. No lo es, al contrario: en el mejor de los casos es negligenci­a, en el más verosímil malicia: sólo un mal gobernante gobierna aprovechán­dose de las debilidade­s de sus conciudada­nos en lugar de cultivar sus mejores cualidades. La previsible derrota de este episodio del independen­tismo no se salda con una victoria del Gobierno del PP; este hará muy mal en tratar de conciliar el sueño sobre unos inexistent­es laureles, porque, si bien puede uno afirmar que, en el caso de Catalunya, la independen­cia es hoy tan quimérica como innecesari­a, no es menos cierto que si el Gobierno central sigue empleando el engaño y la mano dura como únicos instrument­os, esa independen­cia sólo es, mal que nos pese, cuestión de tiempo.

En nombre de un proceso necesariam­ente abocado al fracaso se violentan todas las salvaguard­as democrátic­as

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PERICO PASTOR

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