Platos rotos
Quienes, durante los cuatro o cinco últimos años, hemos propuesto la búsqueda de una tercera vía que pudiera evitar un accidente ferroviario hemos sido criticados –hablo en plural porque espero que quede más de uno– por casi todo el mundo. En particular, los más próximos a las posiciones del Gobierno central nos tachan de demasiado benévolos para con las actuaciones del movimiento soberanista: sólo teníamos voz para criticar la pasividad o la cerrazón del Gobierno central. Tenían razón hasta ahora, pero creo que si así nos hemos comportado no ha sido por casualidad. El Gobierno del Estado, con más poder que el de la Generalitat, tenía también más responsabilidad en propiciar una salida honrosa al conflicto, y el emplear como único argumento una interpretación muy restrictiva de la legislación vigente no ha hecho más que envenenar las cosas. La debilidad del Govern de la Generalitat frente a ese abuso de una posición de dominio podía excusar chulerías, salidas de tono e impertinencias para con las instituciones del Estado, groserías todas en las que los miembros de ese Govern han sido pródigos, como expresiones, hasta cierto punto comprensibles, de impotencia y frustración.
Pero durante los últimos meses el comportamiento de la Generalitat –Parlament y Govern– ha ido más allá de los límites tolerables. En primer lugar, faltando a la verdad en lo que se refiere a la posición de una Catalunya independiente frente a Europa: el mensaje recibido de todas las instancias solventes ha sido inequívoco, y la Generalitat ha mantenido la ambigüedad en un extremo muy importante por lo que hace a las consecuencias de una eventual independencia, tal como hicieron los partidarios del Brexit, engañando como estos a su electorado. En segundo lugar, ha pretendido ignorar la decidida voluntad de no apoyar desde el exterior cualquier acción contraria a la legalidad española, voluntad que se puso de manifiesto de forma explícita durante el viaje del expresidente Mas a Estados Unidos. Por último, la Generalitat de hoy ha olvidado que no representa ni siquiera a una mayoría de los catalanes y ha pretendido gobernar en nombre del pueblo de Catalunya; una usurpación que, para los clásicos, constituía la más grave corrupción de la democracia.
Los últimos acontecimientos hacen desbordar el vaso. En nombre de un proceso necesariamente abocado al fracaso se violentan todas las salvaguardas que una democracia ha puesto para prevenir los abusos de poder: se quiere promulgar una ley sin debate ni publicación, a sabiendas de que su contenido sería impugnado por los guardianes de la Constitución en cualquier país. No se trata de hacer cábalas sobre cuál será el resultado de esa nueva treta, porque hay varios posibles, ninguno bueno. Lo que importa de verdad es que desde ahora no sólo los actuales responsables políticos sino, sobre todo, las formas democráticas habrán perdido todo su prestigio, y las instituciones serán como conchas vacías. Cualquiera podrá alzar su voz en nombre del pueblo e imponer su criterio sobre otros con sólo gritar más fuerte; cualquiera podrá despreciar a la justicia. Durante años hemos visto cómo se contraponía legitimidad a legalidad y se confundían democracia y demagogia; hemos sacrificado a nuestra conveniencia el verdadero significado de los términos y olvidado que el uso impropio del lenguaje es síntoma de una enfermedad del alma; ahora pagaremos las consecuencias.
El panorama del día después es desolador, y sobre él hay que trabajar. No cabe duda de que remontaremos el país, y quizá a ello nos ayuden dos reflexiones: la primera es que hay que admitir que el famoso procés termina por confirmar, seguramente sin querer, la profecía del señor Aznar, porque nos deja una Catalunya rota, mientras que el resto de España queda incólume, al menos por ahora. Procuremos que la ruptura no se consume, cosa perfectamente posible, porque aquí hay mucho que hacer; lo veremos si el Govern de la Generalitat gobierna, cosa que no ha hecho desde hace demasiado tiempo. Y, admitido el desastre sin paliativos del procés, huyamos de la tentación de dar por buena la táctica del presidente Rajoy. No lo es, al contrario: en el mejor de los casos es negligencia, en el más verosímil malicia: sólo un mal gobernante gobierna aprovechándose de las debilidades de sus conciudadanos en lugar de cultivar sus mejores cualidades. La previsible derrota de este episodio del independentismo no se salda con una victoria del Gobierno del PP; este hará muy mal en tratar de conciliar el sueño sobre unos inexistentes laureles, porque, si bien puede uno afirmar que, en el caso de Catalunya, la independencia es hoy tan quimérica como innecesaria, no es menos cierto que si el Gobierno central sigue empleando el engaño y la mano dura como únicos instrumentos, esa independencia sólo es, mal que nos pese, cuestión de tiempo.
En nombre de un proceso necesariamente abocado al fracaso se violentan todas las salvaguardas democráticas