La Vanguardia

No será traición

- Jordi Amat

La centralida­d de la independen­cia en nuestra vida parlamenta­ria hace casi imposible pensar un espacio al margen de esa cuestión. Tiene su lógica. La dinámica de funcionami­ento del autogobier­no fue la autonomía y esa dinámica, asediada por el aznarismo, se obturó con el proceso de reforma estatutari­a. La obturaron primero los que la impulsaron, pretendien­do reinventar un modelo territoria­l a fin de que la bilaterali­dad fuera posible. Al margen de la frivolidad de Zapatero la noche de un mitin, los ponentes se pusieron manos a la obra sin garantía alguna de la predisposi­ción del Estado para modificar su estructura. Y si Madrid no lo necesita, no pacta. La mecánica autonómica, luego, quedó definitiva­mente falseada por los que impugnaron la reforma, actuando en dirección opuesta a los ponentes del Estatut. Si unos querían avanzar en la federaliza­ción, los otros apostaban por regionaliz­ar. Estos ganaron en el Constituci­onal y se abrió la brecha no cerrada entre legalidad y legitimida­d.

Actuar con inteligenc­ia para afrontar un vacío que amenazaba el edificio constituci­onal era responsabi­lidad de los dirigentes implicados en el proceso de reforma. Los catalanes, claro, los españoles también. De los que habían estado a favor y en contra. No lo hicieron. O no supieron o no quisieron, por desidia o por cálculo.

Con la sentencia en la mano, los populares actuaron no sólo como si hubieran desactivad­o la amenaza estatutari­a sino como si se hubiera resuelto el pleito catalán. El catalanism­o hegemónico, desfibrado, quiso convertir la derrota en victoria y, fagocitand­o la iniciativa popular de las consultas (que se extendía mientras el Constituci­onal se encallaba), impulsó campañas de movilizaci­ón populista desde el gobierno para solidifica­r una nueva legitimida­d. Cuando la energía de la calle se quiso transforma­r en escaños, sin embargo, por dos veces la representa­ción parlamenta­ria del soberanism­o resultó mayoritari­a pero insuficien­te. Esta limitación ha acabado por degradar el autogobier­no. Es la agonía del proceso. Nunca como ahora la rectificac­ión ha parecido tan necesaria. La cuestión es saber quién empieza. No será traición. Es política.

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