Siria, año séptimo
Rusia, Irán y Turquía son los actores que hoy definen el futuro de una guerra que ha costado más de 300.000 vidas
Con un coste de unos 320.000 muertos, cinco millones de refugiados y más de seis millones de desplazados internos, Siria entra en su séptimo año de guerra. Se toma como referente la fecha del 15 de marzo por el inicio, en el 2011, de una revuelta civil que –contextualizada en las revoluciones árabes de aquel año– derivó en algún momento en el conflicto armado más largo, complejo y cruel de los últimos 25 años. Si desde un principio los actores externos tuvieron un papel determinante, este es hoy todavía mayor debido a una serie de puntos de inflexión.
Con la extensión de las protestas populares desde Deraa a Homs, Hama, Alepo... Bashar el Asad saca los carros de combate a la calle el 25 de abril del 2011. Militares desertores forman un precario Ejército Libre Sirio y algunos personajes cercanos al régimen lo abandonan. Al cabo de seis meses de insurrección, la Liga Árabe expulsa a Siria, que sufre sanciones de EE.UU. y la UE, mientras Rusia y China vetan en el Consejo de Seguridad una intervención como la de Libia. Arabia Saudí, Qatar o Jordania y Turquía impulsan la rebelión armada. El caso de Turquía fue especial. El país vecino, miembro de la OTAN, clamaba por el derecho a establecer una zona tampón en el lado sirio de su frontera y al mismo tiempo acogía a la insurgencia. Su mayor interés era impedir que las milicias kurdo-sirias ocuparan la franja fronteriza (como finalmente ha ocurrido), y acabó siendo lugar de tránsito de armas y combatientes para las milicias más extremistas, incluido el Estado Islámico. Por fin, en agosto del 2016 tropas turcas irrumpieron en Siria, en apoyo de los rebeldes para frenar el avance kurdo.
En mayo del 2013, una nueva milicia llamada Estado Islámico de Irak y Siria se apodera de Raqa, la única ciudad arrebatada al régimen por los rebeldes después de que triunfara la revuelta civil. El Estado Islámico (EI) es una escisión de Al Qaeda que logra tomar Faluya, en Irak, y pasos fronterizos entre este país y Siria, y entre Siria y Turquía. Su agenda, su ambicionado califato, pone en su contra al resto de milicias. Con el EI, el tablero sirio se redefine.
El ataque con gas tóxico en los alrededores de Damasco, el 21 de agosto del 2013, que causó un millar de muertos y del que se responsabiliza al régimen, pone en un brete a Barack Obama, que había amenazado con una línea roja que le llevaría a intervenir directamente contra El Asad si se producía una escalada de este tipo, y que se echa atrás. Pero ya en febrero del 2012 el jefe del Pentágono, Leon Panetta, había advertido del yihadismo en Siria. La inteligencia militar estadounidense señalaba que las armas –a través de la CIA, países balcánicos, Arabia Saudí, Qatar...– no iban a parar a las “milicias moderadas” sino a los extremistas, cuya influencia, de otro lado, alimentaba la narrativa oficial de Damasco de una guerra contra el yihadismo.
Cuando Vladímir Putin decidió intervenir en Siria, en septiembre del 2015, el ejército sirio estaba al límite de sus fuerzas bajo la presión del Frente Al Nusra, el Ejército del Islam y Ahrar al Sham. Pero la expansión del EI en Irak y Siria (con la conquista de Palmira, en mayo) dio crédito a la intervención rusa, que no consistió sólo en bombardeos aéreos –tanto o más sobre el territorio rebelde que sobre el del EI–, sino sobre todo en apoyo y reorganización de las tropas sirias. Fuerzas especiales rusas impulsarían la primera reconquista de Palmira, en marzo del 2016. Moscú retiró entonces el grueso de sus militares.
El Hizbulah libanés, en tantas ocasiones punta de lanza del régimen sirio, ha sido la fuerza exterior que más ha contribuido a la guerra. Pero Irán tuvo que reforzarla. Además de la Guardia Revolucionaria, Teherán incorporó milicias de confesión chií importadas desde Afganistán, Pakistán, Bahrein… En la ofensiva final sobre el este de Alepo (la batalla duró cuatro años y medio, hasta diciembre del 2016), sería decisivo ese contingente organizado por Irán, con el prestigioso general Suleimani al frente.
La intervención de Irán ha acabado definiendo el conflicto sirio como una guerra sectaria entre chiíesalauíes por el lado gubernamental y suníes por el de los rebeldes y yihadistas. Y ha puesto de relevancia que los aliados de Damasco, Teherán y Moscú no tienen los mismos intereses. Observadores turcos y occidentales afirman que El Asad está pagando a las milicias chiíes con propiedades en Alepo, algo que según dijeron fuentes del activismo civil a La Vanguardia también está ocurriendo en Deraa y en Mezze, en los alrededores de Damasco. El resultado sería un cambio demográfico a mayor beneficio de Irán.
Moscú y Teherán son aliados circunstanciales pero desconfían mutuamente. Rusia protege sus intereses geoestratégicos, que pasan por sus enclaves militares en la costa siria, pero no aceptaría una predominancia iraní. De ahí el interés ruso en promover conversaciones de alto el fuego en Astaná (Kazajistán), en las que participan el Gobierno sirio, Irán y Turquía, y de las que están exentas los kurdos, por otra parte aliados de EE.UU. en la lucha contra el Estado Islámico en Siria. Como lo que importa es el campo de batalla, los encuentros de Astaná cuenta más que los de Ginebra. Hoy por el hoy, el futuro de Siria es cosa de Rusia, Irán y Turquía. Bashar el Asad es nota al margen.