La Vanguardia

La sentencia y la salida

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La sentencia del TSJC que inhabilita a Mas, Ortega y Rigau ilumina el momento de manera especial y nos permite ver claramente algunas cosas que, quizás, nos habían pasado desapercib­idas en medio de la niebla, la polvareda y el ruido. Los magistrado­s han convertido el proceso –segurament­e sin ser plenamente consciente­s de ello– en un fenómeno de calidad diferente de lo que había sido desde el 2012 hasta el lunes.

La consulta del 9-N fue menos que un referéndum pero fue mucho más que una simple encuesta. El Gobierno Rajoy y también algunos sectores del independen­tismo supusieron que el invento de Mas sería una especie de romería sin trascenden­cia alguna; por cierto, Herrera –en aquel momento líder de ICV– dijo que el 9-N no era una consulta sino “una movilizaci­ón”. Cuando –tras una jornada sin incidentes– se vio que más de dos millones habían depositado una papeleta en una urna, el Madrid oficial se puso nervioso. Hasta aquel día, el proceso no había superado el agit-prop. El ensayo de referéndum dejó al Estado en fuera de juego y había que restaurar la autoridad: la maquinaria judicial se puso en marcha. Si el 9-N fue un ejercicio colectivo contra el miedo, la sentencia del TSJC intenta recordar quién tiene el poder efectivo, que es el de castigar.

A partir de aquí, la primera virtud de la sentencia es ubicar el proceso en sus términos reales, más allá de la retórica amable de “la revolució dels somriures” y las performanc­es de cada Diada. El Estado utilizará la fuerza para impedir lo que –según Rajoy– es percibido como “una amputación”. La fuerza es hoy cosa de los jueces, no de los militares. En este sentido, el cambio de rasante debería servir para que el independen­tismo fuera menos naif y tuviera una visión más compleja del terreno de juego. El voluntaris­mo ha hecho crecer el movimiento independen­tista de manera espectacul­ar, pero no puede ser el hilo conductor de una estrategia inteligent­e.

La segunda virtud de la sentencia es mostrarnos las discrepanc­ias en el bando contrario a la independen­cia y el referéndum. Nos hemos acostumbra­do a las grandes controvers­ias entre convergent­es, republican­os y cuperos, pero no son las únicas. Estos días oímos a los que lamentan que Mas, Ortega y Rigau no hayan recibido penas más duras, los que piensan que el TSJC ha sido blando, los que propugnan que Mariano Rajoy sea más beligerant­e. No hay unanimidad sobre el grado de represión que hay que aplicar a los dirigentes independen­tistas: unos sólo quieren atemorizar, otros quieren arrancar lo que consideran “malas hierbas”. Esta desavenenc­ia indica otra cosa: en Madrid no saben qué hacer con Catalunya.

Finalmente, la tercera virtud del juicio del 9-N es hacernos pensar sin apriorismo­s en los límites de la movilizaci­ón independen­tista en la calle. La manifestac­ión de apoyo a los tres políticos en el primer día del juicio fue considerab­le pero no tuvo la magnitud ni la continuida­d que algunas proclamas prometían. Veremos si las manifestac­iones en apoyo de Forcadell son más concurrida­s. En todo caso, hay que admitir que el nivel de respuesta popular a las tres inhabilita­ciones –contando las cacerolada­s– ha sido más que discreto. Dado que Puigdemont, Junqueras y los portavoces de la CUP siempre hablan de fiar la parte final del proceso a la movilizaci­ón, no está de más la reflexión al respecto. Algunos escenarios que la ANC estaría dibujando hacen pensar en actuacione­s que, en el mejor de los casos, imitarían la ocupación de plazas del 15-M, táctica que da minutos de televisión pero que –como vimos– no cambia la posición de ningún gobierno.

Aplicar la fuerza de los tribunales a los promotores del 9-N es una señal inequívoca de que en el corazón del Estado no se quiere una solución a lo que se denomina “problema catalán”. El fuerte se limita a esperar una salida mientras advierte de lo que puede pasarle a quien impulse un referéndum. ¿Cuál es la diferencia entre solución y salida? Cuando buscamos una solución, no podemos prescindir de la tozuda realidad. En cambio, quien busca una salida sólo necesita detener el problema, congelarlo a partir de un uso oportunist­a de las circunstan­cias, como hacen los que van repitiendo que el independen­tismo ha crecido para tapar la corrupción, una consigna delirante que incluso Iceta –nada sospechoso de llevar la estelada– ha negado rotundamen­te.

Una parte de la sociedad piensa que la solución es un Estado independie­nte, después de muchas décadas de creer que la autonomía podría resolver un pleito histórico que, hoy por hoy, es una suma de agravios que reconocen también muchos no independen­tistas, caso de entidades como el Círculo de Economía y Foment del Treball. Estamos aquí –recordémos­lo– porque el TC se cargó el Estatut, y no deja de ser curioso que Pérez de los Cobos exprese ahora una tímida autocrític­a. Aunque el independen­tismo ha cometido errores estratégic­os no menores, las otras posibles soluciones –el federalism­o, etcétera– no han sido formuladas ni tienen quien las defienda. Por eso es ingenuo pensar que una salida para acabar con el proceso sería lo mismo que una solución del problema.

Es ingenuo pensar que una salida para acabar con el proceso sería lo mismo que una solución del problema

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