Encarrilados
Siento una extraña desazón cada vez que piso uno de esos emplastos verdes que pintó el Ayuntamiento de Barcelona en las calzadas (“Camí escolar, espai amic”) y que supuestamente ayudan a los chavales a llegar sanos y salvos a la escuela e instituto. Como estos días camino a menudo por el Eixample no puedo dejar de preguntarme por qué puñetas la idea (a priori inofensiva) me parece tan espeluznante. No es nada personal contra el Ayuntamiento de Barcelona: toda gran urbe actual que se precie de cosmopolita y civilizada gasta presupuesto en esas ocurrencias. No hay alcalde que se atreva a quitarle a su ciudad la vocación de
smart city (aunque cada vez más datos avalen la tesis de que cuanto más smart es la city más tonto parece el ciudadano). Pero a lo que iba. Que me parezca un gasto superfluo no basta para justificar la desazón que me provocan los emplastos verdes, ni la zozobra que siento ante la aparición de semáforos de suelo para niños distraídos, carriles exclusivos para smombies en ciudades aún más smart que las nuestras o pavimentos sonoros que impiden que los peatones despistados descarrilen... Supongo que en el fondo de mi inquietud yace la sospecha de que esas bienintencionadas ideas son el rostro resplandeciente y niquelado de formas de control cada vez más siniestras. Que traten de venderlas como medidas que fomentan la libertad y la autonomía del individuo las hace aún más sospechosas. Así vende la web del Ayuntamiento de Barcelona los emplastos verdes de la calzada: como una “estrategia educativa” que fomenta... ¡la autonomía y el sentido de la orientación! (sic). Y una se pregunta a continuación qué autonomía puede esperarse de un niño al que ni siquiera quienes le gobiernan consideran capaz de aprenderse el camino de ida y vuelta a la escuela (¡y eso en su etapa de máxima capacidad de aprendizaje!). Más bien cabe esperar que sean muchos los que el día que se salgan del camino trazado entren en crisis de pánico o se pierdan por ahí, que sean muchos los que nunca aprendan a orientarse al salir de su zona de confort. Pero algo aún más triste encierran estas iniciativas encarriladoras que infantilizan al personal: el desprecio por la realidad. ¿Acaso no bastan las tiendas, las paredes con grafitis más o menos efímeros, los bancos con abuelos o sin ellos, los edificios hermosos o feos, los plátanos y acacias de las aceras?, ¿no hay acaso mucha vida que ver, la suficiente como para que un niño seleccione sus propias referencias, que serán compartidas pero sobre todo serán suyas y únicas? Pues parece que no. Parece más bien que el futuro de la vida urbana pasa por este dilema: someterse dulcemente a la zombificación imperante o quedarse en casa.
No hay alcalde que se atreva a quitarle a su ciudad la vocación de ‘smart city’