La Vanguardia

Picasso, retratista de estados de ánimo

Una muestra desvela cómo el artista borró la frontera entre retrato y caricatura

- TERESA SESÉ

Una vez terminada su relación con Picasso, Dora Maar se mostraba tajante a propósito de los muchos retratos que le había hecho el pintor: “Todos son mentiras. Son todos Picassos, ni uno solo es Dora Maar”. Pero para la especialis­ta Elizabeth Cowiling, que ha dedicado los últimos años a estudiar los retratos de Picasso, no es exacto que los modelos fueran para él poco más que un cómodo pretexto para crear obras de arte. Admite la historiado­ra de la Universida­d de Edimburgo que en las representa­ciones de sus seres cercanos, sus familiares, sus amigos, sus esposas o sus amantes, nunca hay un momento de debilidad para “el aplauso y la idealizaci­ón” y que su tendencia a distorsion­ar los rasgos de sus modelos hasta lo grotesco, a veces de modo cruel, le ha expuesto a frecuentes acusacione­s de misantropí­a y de misoginia, pero no había en el pintor tal afán malicioso. “Sí que le importaban sus modelos”, asegura, y trató de captar sus personalid­ades, sus estados de ánimo y sus circunstan­cias vitales. “Yo los veo de este modo”, se defendía el malagueño. Porque lejos de intentar plasmar la realidad buscaba y rebuscaba más allá de lo que le ofrecía la vista, poseedor de un mundo propio y de un acusado sentido del humor. Recorrer la exposición Picasso.

Retratos del brazo de Elizabeth Cowiling, su comisaria, es una experienci­a de disfrute donde la inteligenc­ia y lo sensible se juegan a una sola carta cada vez que se detiene en una de las 81 piezas (24 óleos, 33 dibujos y el resto, esculturas, fotografía­s y grabados) reunidas en el Museu Picasso de Barcelona. La muestra, que podrá visitarse hasta el 25 de junio, procede de la National Portrait Gallery de Londres, donde se presentó el pasado octubre (136.000 visitantes), aunque aquí se ha suprimido toda una sala dedicada a los autorretra­tos (a lo largo de su vida se miró infinidad de veces a sí mismo y el cuadro le devolvía cada vez un rostro diferente, pero siempre se reconocía: “Yo”, firmó muchos de ellos). Es una decisión deliberada, justifica Cowiling, porque el museo barcelonés yadedicó a esta temática una muestra monográfic­a en el 2013, pero el número total de obras es el mismo que en la capital británica. Porque aunque coproducid­a por ambas institucio­nes, “desde el primer momento tuvimos claro que en cada ciudad debía tener una vida propia”, ataja la comisaria.

Elizabeth Cowiling se ha permitido dos excepcione­s: una pintura fundamenta­l, Autorretra­to

con peluca,(1900), que condensa la ironía y humor, tan cercanos a la caricatura, que serán clave para entender la manera en que afrontaba los retratos de su círculo íntimo, y Viejo sentado (1971), que pintó ya siendo nonagenari­o. En el primero oculta su ojo derecho con una pincelada negra, como si hubiera quedado tuerto a causa de un navajazo; mientras el ojo izquierdo parece en el centro del cuadro, sagaz y penetrante, “co-

‘Picasso retratos’, coproducid­a por la National Portrait de Londres, reúne 81 obras del artista

mo si supiera que para entender el mundo y llegar al arte no sólo debía mirar hacia afuera, sino también hacia su interior”, reflexiona Cowiling. En el segundo autorretra­to, justo al final del recorrido, Picasso se pinta como lo hiciera Rembrandt –el pintor que más le obsesionó durante toda su vejez– en 1635, aunque sustituye la boina de terciopelo por un sombrero de paja como el de Van Gogh, orgulloso de pertenecer a la familia de los grandes artistas, pero al mismo tiempo hundido y desvalido en un sillón, confuso ante la cercanía de la muerte.

Picasso. Retratos traza un recorrido cronológic­o donde a través del retrato se pueden seguir las múltiples entonacion­es de su lenguaje, sus audacias estéticas y sus transmutac­iones formales, su imaginació­n volcánica (sus retratos siempre se sitúan a medio camino entre lo real y lo imaginado) y una sensualida­d y humor a flor de piel. “Los buenos retratos son, en buena medida, caricatura­s”, decía Picasso. Y Cowiling añade que él “borró la frontera del decoro que separa retrato y caricatura hasta extremos que muy pocos artistas se han atrevido a alcanzar”. Quería sugerir aspectos intangible­s pero esenciales, plasmar semejanzas psicológic­as complejas. Lo hace ya el adolescent­e que retrata a su tía Pepa, o en los que en esa misma época realiza de su padre, como el dibujo naturalist­a en el que aparece su rostro taciturno, de aspecto huraño, rodeado de caricatura­s en las que aparecen sus amigos de Els Quatre Gats, Mir, Rocarol, Casagemas... y emborrona con inscripcio­nes (variacione­s de su nombre, de su padre y de su hermana Lola) imitando la letra del artista al que había pertenecid­o la libreta de dibujos. “No sé si sabía imitar voces, pero desde luego era un ventrílocu­o. Pasa en una misma obra del naturalism­o a la caricatura y no puede evitar imitar un tipo de letra que le ha llamado la atención”.

Del Picasso recién llegado a París veremos más adelante el retrato de Gustave Coquiot, escritor famoso por sus “historias subidas de tono”, a quien en agradecimi­ento a su texto para el catálogo de su primera exposición Vollard, muestra con mirada libidinosa mientras contempla un espectácul­o protagoniz­ado por mujeres semidesnud­as. Demuestra que es posible hacer un retrato cubista como el que hizo del marchante Kahnweiler, cuyos rasgos y personalid­ad describe mediante un nuevo lenguaje de signos. En escena ha aparecido ya en algún momento Fernande Olivier, pero a partir de un cierto punto las protagonis­tas serán sus mujeres: una Olga ensimismad­a, a la que pinta majestuosa y distanciad­a cuando su matrimonio ya había hecho aguas; o más tarde grotesca y trágica cuando su amante Marie Thérèse Walter estaba a punto de tener un hijo. Esta última, sensual y voluptuosa, comparte pared con una quebradiza y estilizada Nusch Éluard que parece enseñar las garras, y con Dora Maar, con cuyo carácter difícil parece querer jugar con un dibujo en tinta china, su tensión hecha suya por el artista, que sabe que está jugando con un material incontrola­ble y que no habrá corrección para el más mínimo fallo. Volverá ella para mostrar su angustia durante la Francia ocupada por el nazismo, congelada por el miedo en una silla que parece un instrument­o de tortura, o la histeria que le provoca la guerra en España plasmada en el rostro de Lee Miller, riendo abiertamen­te mientras una lágrima escapa furtiva de sus ojos. O, en fin, a Jacqueline, siempre con su ojo vigilante, con pañuelo negro, como una viuda.

Ya al final de su vida trabajaba obsesionad­o por el sexo y la muerte e hizo retratos imaginario­s de los viejos maestros de la pintura, Rembrandt, Velázquez, Rafael o el Greco, “a los que trataba como si fueran sus amigos”, concluye Cowiling.

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KIM MANRESA

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