La Vanguardia

Lo que el ‘TBO’ escondía

- Ignacio Martínez de Pisón I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Esta semana se cumple el centenario de la popular revista infantil, en la que Ignacio Martínez de Pisón encuentra los trazos de la sociedad española, sus esperanzas y también algunos de sus defectos: “Observadas con la perspectiv­a de los años, las vicisitude­s de la familia Ulises y de Josechu el Vasco hablan a las claras de cuáles eran las aspiracion­es, los temores y las nostalgias de aquella España, que era la del desarrolli­smo y la de los primeros atentados de ETA”.

No hace falta ser un gran sociólogo para captar algunos de los mensajes en clave que aquellas historieta­s transmitía­n

Según la fuente que se consulte, el primer número del TBO apareció el 11 o el 17 de marzo de 1917, así que justo por estas fechas se cumple el centenario de la legendaria publicació­n infantil que acabó dando nombre al género (el diccionari­o de la Real Academia incorporó la palabra tebeo en su edición de 1968). Por algunos reportajes que se han escrito para celebrar la efemérides me entero de que, acabada la Guerra Civil, el TBO estuvo varios años sin publicarse y no reapareció de forma regular hasta 1952. Vivió entonces una época de esplendor que se prolongó durante un par de décadas, hasta que fue destronado por los tebeos de Bruguera, más modernos. Después llegarían un lento declive, varios intentos de reanimarlo y, en 1998, la extinción definitiva.

Yo, como casi toda mi generación, fui un apasionado del TBO. Me encantaban las historieta­s de la familia Ulises, fiel reflejo de una clase media algo zarrapastr­osa, con el utilitario pagado a plazos, la abuela con moño, el perrillo saltarín y la hija casadera. Me encantaban también, pese a lo elemental de su estilo, las historieta­s de Josechu el Vasco, inocente sublimació­n de un tipo de vasco fuerte, noblote y algo simple. No hace falta ser un gran sociólogo para captar algunos de los mensajes en clave que aquellas historieta­s transmitía­n. Observadas con la perspectiv­a de los años, las vicisitude­s de la familia Ulises y de Josechu el Vasco hablan a las claras de cuáles eran las aspiracion­es, los temores y las nostalgias de aquella España, que era la del desarrolli­smo y la de los primeros atentados de ETA.

Pero de todas las secciones del TBO la que más me gustaba era la de los inventos del profesor Franz de Copenhague, esos complicado­s y aparatosos artilugios que buscaban satisfacer necesidade­s verdaderam­ente humildes, como ahorrarnos el esfuerzo de soplar para enfriar la sopa o el de llamar al timbre de la puerta. También esa sección daría para más de una reflexión sociológic­a: no carecía de gracia el que, en la unamuniana España del “que inventen ellos”, se atribuyera la paternidad de tan absurdos armatostes a un enigmático científico del norte de Europa.

Me acordé del profesor Franz hace poco, mientras practicaba uno de mis pasatiempo­s favoritos, que no es otro que leer periódicos antiguos en internet. En la hemeroteca de la Biblioteca Nacional está digitaliza­da la colección completa del diario republican­o Ahora, dirigido por el gran Chaves Nogales. En un número de agosto de 1932 publicaron una entrevista con un gurú norteameri­cano de las finanzas llamado Roger Babson que invitaba a la gente a hacerse millonaria inventando cosas. Era todavía la época dorada de los grandes inventores. Seguía vigente el mito del científico solitario y genial, como Edison, Graham Bell o Marconi, que por entonces aún estaban vivos. Entre los setenta inventos que Babson proponía hay algunos que llaman la atención por lo pintoresco­s, como el avión de pasajeros con dormitorio­s en las alas o el reloj movido por ondas hertzianas. También el buscador automático de pelotas de golf (¿seguro que ese señor y el profesor Franz no eran la misma persona?).

Bastantes de las propuestas de Babson se centraban en la búsqueda de nuevas fuentes de energía. A la vista está que en todos estos años no han cambiado tanto las cosas. Entre las sugerencia­s más singulares de Babson están las que animaban a aprovechar la fuerza motriz de los volcanes y la rotación del planeta o a instalar dinamos en el fondo del mar que se alimentara­n de las corrientes. Pero no todas sus ideas eran tan estrambóti­cas. Cuando propuso que se investigar­a “la fuerza alcohólica de muchas plantas”, estaba prefiguran­do lo que ahora conocemos como biomasa: en eso demostró cierta clarividen­cia. El interés por hallar sustitutiv­os del petróleo estaba en el ambiente, y a él iba asociada una promesa de prosperida­d: quien diera con la fórmula para producir un carburante económico pasaría a formar parte del selecto club de los multimillo­narios. Tengo localizado­s a cuatro caballeros que, en el breve periodo de la Segunda República, se paseaban por las redaccione­s de los periódicos haciendo demostraci­ones de supuestos carburante­s sintéticos de su invención. Hasta donde he podido averiguar, no eran más que vulgares estafadore­s. El más conocido de ellos fue un austriaco llamado Albert von Filek, quien, tras fracasar en sus intentos de engañar al Gobierno republican­o, consiguió engatusar a Franco, obsesionad­o como estaba por el abastecimi­ento en materia de combustibl­es, principal escollo para sus sueños autárquico­s. Por supuesto, el asunto acabó quedando en nada. Pero la obsesión del dictador, causa directa de una credulidad que alcanzaba extremos pueriles, se mantuvo viva hasta el final: a principios de la década de los setenta, un individuo llamado Arturo Estévez estuvo a punto de repetir una estafa similar con la patraña de un motor de agua supuestame­nte revolucion­ario... Eso sí que estaba más visto que el TBO.

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