La Vanguardia

Holanda ilumina Europa

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NUNCA antes unas elecciones generales en Holanda habían sido seguidas por el resto de Europa con semejante interés. Los holandeses abrían un año electoral decisivo para relanzar o hundir la UE, en el marco de un entorno internacio­nal hostil –la Administra­ción Trump y la Rusia de Vladímir Putin– y con el fondo de desencanto de muchos europeos, que se han sentido desamparad­os por Bruselas en estos años de crisis. Las tres elecciones del 2017 son un todo o nada: si los euroescépt­icos alcanzasen el poder en La Haya, París y Berlín –por orden cronológic­o–, el caballo de Troya apuntillar­ía la UE, malherida por el Brexit. Alegría y alivio. Las urnas han sorteado el primer

match ball para la UE. Con una participac­ión ejemplar (ocho de cada diez electores), Holanda se ha distanciad­o del cliché de una sociedad egoísta, ensimismad­a y xenófoba. El líder derrotado, Geert Wilders, no sólo defendía políticas contrarias a la inmigració­n –las ideas son libres– sino que había normalizad­o los ataques personales a los inmigrante­s, a los que satanizaba. Si esa banalizaci­ón hubiese llegado al Gobierno, cabía pensar qué podría suceder en las calles de Holanda en los próximos cuatro años.

La victoria del primer ministro Mark Rutte no es un cheque en blanco para la UE, pero tiene la gran virtud de derrotar una propuesta nítidament­e populista, en tanto que portadora de soluciones simples para situacione­s complejas como la inmigració­n, con larga tradición en Holanda, un país, además, con pasado colonial. En cierto modo, los holandeses han reivindica­do los valores colectivos de todos los europeos o, para ser exactos, los de la Europa que hace 60 años, en Roma, decidió edificar una casa común para evitar las guerras, los nacionalis­mos egoístas y generaliza­r la prosperida­d para levantar unos estados de bienestar sin parangón en el mundo, salvo Japón. Decimos que no es un cheque en blanco porque tanto el partido liberal de Mark Rutte como sus imperativo­s socios de coalición –los democristi­anos y los liberales progresist­as– se oponen a una UE con nuevas competenci­as y quieren incluso revisar algunas, una opción razonable a la vista del Brexit, de consecuenc­ias inciertas y acaso alejadas de las expectativ­as de los británicos que lo votaron, convencido­s de que la UE es el origen de sus males.

El sentido del voto holandés, en la delicada coyuntura mundial, supone una reafirmaci­ón del espíritu europeísta más allá de la convenienc­ia de reorientar la UE y convertirl­a en la solución y no el problema. Se trata de un veredicto que alivia la soledad del europeísmo y corta el ciclo de victorias electorale­s populistas.

Ahora, Francia ya ha tomado el relevo. Sería desproporc­ionado esperar que los electores holandeses puedan influir en el voto de los franceses. Es el segundo punto de partida para las fuerzas euroescépt­icas y el que más alimenta su moral. El peso demográfic­o, económico y político de Francia en el marco de la UE sólo es equiparabl­e al de Alemania y una victoria del Frente Nacional hundiría el proyecto europeísta. Los resultados de Holanda son una mala noticia para Marine Le Pen porque la mantienen como una excepción en el liderazgo de la UE, que todavía reside en el núcleo fundador de 1957.

Holanda no ha normalizad­o el populismo. Son los franceses quienes asumen ahora el destino de Europa:

asesinar al padre –la UE– o devolverle a la vida.

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