La Vanguardia

Nunca te fíes de nadie

- Quim Monzó

Aprincipio­s de año, en Francia entró en vigor una ley que hace que, una vez muertos, todos sus ciudadanos sean donantes de órganos por defecto, si no es que entran en el Registro Nacional de Rechazo, escriben su nombre y dejan constancia escrita de que ni hablar. Hasta el 1 de enero los médicos preguntaba­n a los familiares si tenían constancia de que la persona quería donar sus órganos y tejidos una vez estuviera en el otro barrio. En un tercio de los casos los familiares se negaban, bien porque sabían que el difunto no quería, bien porque nunca habían hablado de ello y preferían tomar esta decisión por miedo a que el finado no estuviera de acuerdo con la otra. La agencia francesa de biomedicin­a explicita: “En nombre de la solidarida­d nacional, se ha escogido el principio de presunción de consentimi­ento. La ley dice que todos somos donantes de órganos y tejidos, a no ser que hayamos expresado nuestra negativa”.

Supongo que es una muy buena idea, pero no puedo quitarme de la cabeza un capítulo de El sentido de la vida, de Monty Python. Es el que lleva por título “Trasplante­s de órganos vivos”, y cuyo protagonis­ta es un hombre bondadoso que un día decidió dar sus órganos cuando hubiera muerto. De repente, una tarde, estando él la mar de vivo, llegan dos enfermeros, lo ponen encima de la primera mesa que encuentran y, sin hacer caso de sus gritos, con un cuchillo, un serrucho y unos alicates, uno de ellos le arranca el hígado con gran derramamie­nto de sangre mientras el otro flirtea con la esposa del donante que, toda coqueta, lo invita a una taza de té. Si un servidor fuera francés, de ahora en adelante cuando alguien llamara a la puerta de casa, espiaría siempre por la mirilla por si fuera hubiese un par de enfermeros que, con la excusa de que se han quedado sin hígados, quisieran arrancarme el mío.

Lo mismo me pasa con esa tendencia resucitada que es la renta vitalicia inmobiliar­ia. Existía desde hace mucho tiempo pero la llegada de la crisis hizo que casi desapareci­era del mapa. Ahora vuelve a estar de actualidad. Vendes tu casa o tu piso a un inversor –generalmen­te una empresa– a cambio de una renta mensual, que será más o menos elevada según los años que tengas y la esperanza de vida que te calculan. La vendes pero conservas su usufructo. Es decir: puedes seguir viviendo allí hasta que te mueras. Sólo entonces el inversor se hará dueño de la propiedad, aunque, mientras eso no llega, él mismo se encarga de pagar el IBI y las derramas que puedas tener. Es como una apuesta. Si calculan que me moriré hacia los 80 años y me muero a los 70, ganan ellos. Si me muero a los 100, gano yo. Pero si entrara en ese juego tampoco me sentiría tranquilo. ¿Y el día que consideren que quizá ya tardo demasiado en morirme? No me imagino contratand­o a un catador de alimentos para verificar que en lo que como no hay ningún veneno, porque toda la renta que me diera la empresa inmobiliar­ia se me iría en pagarle.

Tampoco me fío de esa tendencia resucitada que es la renta vitalicia inmobiliar­ia

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