Una experiencia sideral
No sé a usted, pero a mí, si alguien dice “los presidentes”, me viene a la mente un ramillete de señores. Si oigo “los jardineros”, veo un grupo de tipos con setos de fondo. Si yo misma digo “los escritores”, mi imaginación esboza unos varones pensantes. Y lo mismo si digo “los científicos” o incluso “los ciudadanos”. O sea, que veo hombres por todas partes. No mujeres. Ignoro si es un problema de mi mente colonizada. Pero sospecho que las imágenes que automáticamente dibujan nuestras cabezas, a través de las palabras, son así de sencillas. No están para florituras gramaticales. Y creo que el masculino inclusivo tiene un efecto directo y claro sobre nuestra visión del mundo. Dibuja, día y noche, un planeta habitado por una mayoría abrumadoramente masculina. Así, cuando leo o converso, aunque mi lado teórico sepa que, en mi idioma, el plural masculino me incluye, en gran parte de las imágenes que construye mi mente nosotras no estamos. Veamos, abro el periódico y leo un titular: “La justicia europea deniega el derecho de olvido de los empresarios”. ¿Dibuja mi mente alguna empresaria entre estos empresarios consternados? No. Así, en el repente, no veo ni una.
No sé qué repercusión tiene este efecto reflejo, palabra-visión, en nuestras vidas. La primera que se me ocurre, íntima, te lleva a charlar continuamente sobre situaciones donde tú no estás retratada. No apareces. Se me escapan las consecuencias sensibles que pueda tener este asunto. Pero no pinta bien. En su sentido más externo, o público, barrunto una cierta relación entre esta invisibilidad femenina del lenguaje y nuestra dificultad para romper la inercia que concede a los hombres toda
De pronto, las actrices, las utileras o las tramoyistas éramos muy importantes, éramos el centro del mundo
clase de privilegios profesionales. De los sueldos a los premios, a los puestos de poder. Esa reafirmación centrípeta constante. Me viene a la memoria una guionista feminista que nos confesó la perplejidad que le causaba descubrir que ella misma no pensaba en mujeres cuando escribía personajes de doctores, jueces o policías. En su imaginario aparecían hombres.
Pienso en todo esto después de leer en público un manifiesto para el día de la Mujer, escrito en femenino inclusivo para la ocasión. Al hablar de las trabajadoras del teatro, incluyendo a los hombres, sentí una mezcla de risa y dolor, una rara emoción en la espina dorsal. De pronto, las actrices, las utileras, las tramoyistas y las peluqueras, señores, éramos muy importantes. Éramos el centro del mundo. Para los seres a los que el lenguaje no nos ha concedido esa deferencia, y no tenemos costumbre, resulta una experiencia sideral. Cambien el género inclusivo veinticuatro horas, por experimentar nuevas sensaciones. Dicho esto, no creo que el problema idiomático, tan vetusto, tenga una solución práctica. Pero observemos, al menos, que existe. Y no da igual una cosa que otra.