La Vanguardia

La familia Ulises

- Francesc-Marc Álvaro

El ‘TBO’ era un espejo de una sociedad donde los cambios se digerían de cualquier modo

El TBO cumple cien años. Este semanario de historieta­s es uno de los culpables directos de mi afición a la lectura y me consta que somos unos cuantos miles de adultos los que podríamos integrar el club de exalumnos formados en esta escuela impresa de humor y costumbris­mo. Yo empecé a leer el

TBO a mediados de los setenta, y por influencia de mi hermana mayor, que también lo leía. Mis padres me daban una pequeña asignación semanal, que yo me gastaba íntegramen­te en varias publicacio­nes infantiles: dos o tres de Bruguera, alguna de la editorial mexicana Novaro (entre las cuales las aventuras de Tarzán y de Superman, traducidas de los norteameri­canos) y, claro está, el TBO. Mi gran momento de alegría era cuando, al volver del quiosco o de la pequeña librería del barrio, me disponía a devorar aquellas páginas de colorines.

Aunque siempre amaré a personajes como Zipi y Zape o Mortadelo y Filemón, debo confesar que en el TBO (el tebeo-tebeo, como lo denominaba el quiosquero) encontraba algo que no era tan evidente en las historieta­s de Bruguera: un realismo poético que retrataba –me parece– con fidelidad irónica un mundo a merced de transforma­ciones abruptas. Por ejemplo, mientras escribo esto, tengo ante mí un número extra del TBO de 1975, dedicado a “las mejores páginas de turismo”, con una portada de Sirvent que caricaturi­za el alud de veraneante­s extranjero­s. En este sentido, el TBO era un espejo –deformado y surrealist­a– de una sociedad donde los cambios se digerían de cualquier modo.

Entre los grandes éxitos del TBO, están las peripecias de la familia Ulises, casi siempre en la contraport­ada. Se trata de una familia de clase media –con una abuela con dotes de creación lingüístic­a que haría las delicias de Màrius Serra– que encarna el choque de la mentalidad pequeñobur­guesa con una modernidad que llega tarde y mal al país. Los dibujos de Benejam y los guiones de Joaquim Buïgas y, luego, de Carles Bech muestran con lupa amable las miserias, los sueños y el desconcier­to de mucha gente que pensaba ser protagonis­ta de la historia y sólo hacía de figurante. Individuos prisionero­s de la inercia.

Quien quizás explicó mejor el envoltorio de este fenómeno fue Víctor Alba, en un libro de 1970 titulado Retorn a Catalunya. Regresado del exilio en 1968, el periodista era implacable con la sociedad que se había encontrado: “En Barcelona, la gente, muy a menudo, da la impresión de tener el provincian­ismo que tenía en el siglo XIX. En el fondo, la horterada es la manipulaci­ón, institucio­nalizada por la moral y las costumbres y las modas, de los vicios pequeños de la gente, de los vicios monos y monísimos: la envidia, el chisme, el cerebro de pulga, los vestiditos, los restaurant­itos y los roscones”. ¿Podemos afirmar que todo eso forma parte del pasado como el añorado TBO?

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