Otra copia de lujo
En los últimos años, la factoría Disney se ha caracterizado por un espectacular enriquecimiento creativo en el terreno de la animación, recuperando (de
Frozen a Vaiana) el liderazgo del sector, y también por el empeño de rehacer algunos de sus clásicos en imagen real y con actores de carne y hueso, aunque la palabra real convendría ponerla en cuarentena por el diluvio inclemente de efectos digitales del conjunto. La bella y la bestia ahora estrenada responde, pues, a la misma operación comercial emprendida en las versiones de La
Cenicienta y El libro de la selva firmadas por Kenneth Branagh y Jon Favreau. Ni hay intención de reformular o actualizar la obra original, ni de revisar u ofrecer una lectura nueva del cuento o relato que adaptara, únicamente copiarla y ofrecerla de nuevo al espectador. En otras palabras: una reposición tuneada. El resultado es, una vez más, lujoso, esplendoroso, visualmente muy bello; una golosina para el presente condenada sin embargo a ocupar un papel muy secundario en el futuro: en la historia a no tardar centenaria de la marca Disney, La bella y la
bestia del servicial Bill Condon no tendrá el relieve de esa versión de 1991 que, con La sirenita, realizada dos años antes, supuso una nueva edad de oro de la compañía, que duraría un par de lustros.
La película de Condon cuenta con un arranque (la escena de la maldición) diferente a la del título precedente, un par de canciones nuevas y otras pequeñas variaciones, pero su fuerza y atractivo permanecen en los mismos AP lugares de antes: las alegres escenas protagonizadas por el candelabro, la tetera, el reloj y otros objetos (que siguen siendo cine de animación al ciento por ciento), el baile romántico de Bella y Bestia y el delicioso número inicial en la aldea, que ya era puro Broadway y ahora, con actores y bailarines, adquiere el aire del musical clásico tardío, el de los años sesenta: Camelot, Oliver,
Hello, Dolly… Francamente disfrutable todo pese al inevitable lastre del déjà vu.