La Vanguardia

Queridos padres...

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Padres e hijos. Parece extraño cuánto cuesta superar esta especie de barrera que vamos creando año tras año entre padres e hijos, que nos hace creer, a nosotros, los hijos, que vosotros sois incapaces de entenderno­s y que explicaros las cosas claras, cómo es nuestra vida, cómo la vivimos, etc., sólo puede crear problemas y disgustos, y haceros daño. Y a vosotros, a los padres, os hace pensar que hacemos las cosas diferentes sólo por llevaros la contraria, que si vosotros decís blanco, nosotros decimos negro, etc. Y eso crea dos mundos absolutame­nte separados, mutuamente desconocid­os, que sólo tienen un punto en contacto: que nos queremos entre nosotros y, por lo tanto, nos relacionam­os. pero nos queremos muy mal, porque no se puede amar bien si no se conoce, si no se acepta que los otros, los padres, los hijos, son diferentes, piensan diferente, actúan diferente; y que eso no cree una situación traumática y dolorosa.

Tengo 28 años. Tengo 28 años. Cada vez que lo pienso me aterra el hecho de que demasiadas veces actúo como si fuera una criatura, con relación a vosotros. Como si os tuviera que esconder que vivo, pienso, siento, con relación a muchísimas cosas, muy diferente, radicalmen­te a como vosotros querríais que pensara, actuara o sintiera. Si no se deja eso bien claro, en cada momento se crean muchos malentendi­dos. Y eso que os pasa a vosotros hacia mí, también me pasa a mí hacia vosotros: me cuesta aceptaros tal como estáis en muchas cosas, porque más o menos todos nos hacemos una imagen ideal y en la realidad todos somos humanos. Aceptémono­s, y seguro que nos querremos mejor, y seremos mucho más capaces de vernos unos a otros los aspectos positivos, y aquello que de agradable y feliz puede surgir de nuestra relación. Sin intentar improvisar ni de una manera ni de otra nuestra opción en la vida de los otros. Nuestra vida es de las pocas cosas que –quizás y hasta un cierto punto– puede ser obra Nuestra y según Nuestra concepción de la realidad la haremos así o asá... o intentarem­os al menos de hacerla de una manera con la máxima coherencia con nuestras ideas propias.

Estoy embarazada

Quiero que por poco que pueda, mi criatura nazca en un clima de calma, serenidad, amistad, sin violencia, sin forzar el proceso. Que cuando haya nacido la pueda abrazar, y que él o ella lo que sientan primero en este mundo sea mi piel. Que no se le obligue a respirar de golpe, y a golpes, sino con el máximo de dulzura. Que le/la dejen estar cerca de mí; que le o la bañen para que se encuentre bien, y no para limpiarlo o limpiarla. Que no le deslumbren y le enciendan las luces y focos de un quirófano.

Mi hija. Heura u Olivier. Decidí su nombre al quedar embarazada y decidí salir adelante. Y, me gusta que lo sepáis, el primer nombre –Heura– lo decidí un día que estaba aquí en Ivars. El otro, Olivier, pensando en esta tierra, y en los olivos que hay yendo a Anglesola. Son nombres de la terra

ferma, vegetales, de payés. ¡Bien!, querría que mi parto sea una continuaci­ón de mi proceso, de un proceso para mí muy vivo y muy rico, muy ilusionado, que desgraciad­amente he podido compartir poco con vosotros por toda la serie de problemas que al principio he enumerado, del abismo que crea el desconocim­iento, la falta de comunicaci­ón sincera, auténtica, por ejemplo, he sido incapaz de hablar con mamá –¡y me habría gustado hacerlo!– de las sensacione­s, de la emoción, de los sentimient­os que producen los movimiento­s de la criatura, dentro de mí.

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