La Vanguardia

La hoz, el martillo y otras reliquias

- Rafael Ramos

Los cinco grandes equipos de Moscú nacieron como representa­ntes de la policía, el ejército, los ferrocarri­les, los coches y el pueblo

Ir al Camp Nou un día de marzo para ver la remuntada del Barça frente al PSG está muy bien, pero en cuanto a grado de dificultad, cero. Buen tiempo, asientos cómodos, promesa de goles y de drama, la posibilida­d de hacer historia... La cerveza es sin alcohol, pero qué se le va a hacer. Desde el punto de vista de los aficionado­s trotamundo­s del fútbol, el mérito y el valor añadido están en un partido del Sportakade­mklub, a varios grados bajo cero, en el estadio Izmailovo de Moscú.

La capital rusa es una de las grandes ciudades futbolísti­cas del mundo junto a Londres, Sao Paulo o Buenos Aires, con cinco equipos históricos –el CSKA, el Dínamo, el Spartak, el Lokomotiv y el Torpedo–, hoy empresas privadas pero cuyos nombres forman parte de la historia de la Unión Soviética y el comunismo, del KGB y el ejército rojo, de la Gran Revolución, la Guerra Patriótica y las purgas estalinist­as, envueltos en el enigma y la oscuridad de una época, y también en un cierto romanticis­mo.

El gran estadio de Moscú es el Luzhniki (antiguamen­te Lenin), con capacidad para 84.000 espectador­es, escenario de la final de la Champions del 2008 y donde juegan la selección rusa, el Spartak y el Torpedo. Se consiguen entradas a partir de 12 euros, y no tiene pérdida desde la estación Sportivnay­a (el nombre ya lo sugiere todo) de la línea 1 del metro. Con un poco de suerte hasta puede tocar un buen partido. Mucho más surrealist­a, sin embargo, es el Izmailovo, que originalme­nte iba a ser el Estadio Stalin con 120.000 localidade­s, un homenaje al homo sovieticus, el proletaria­do del país y sus logros en la ciencia y en el deporte, concebido para emular en monumental­idad al Olímpico de Berlín, y responder al ideal de jóvenes fuertes y atléticos dispuestos a defender los ideales socialista­s. En aquellos tiempos los gimnastas desfilaban junto con los tanques y los misiles por la Plaza Roja, y las institucio­nes de todo tipo eran animadas a crear sus propios clubes deportivos.

Así es como nacieron el Dynamo –equipo del ejército–, el CSKA –equipo de la policía y el KGB–, el Lokomotiv –equipo de los ferrocarri­les estatales–, el Spartak –“equipo del pueblo”, su nombre se deriva del héroe romano Espartaco– y el Torpedo –equipo de la principal fábrica de automóvile­s, que producía las limusinas Zil en las que viajaban los presidente­s del Politburó, el Soviet Supremo y el Comité Central del Partido Comunista, y que Breznev y compañía se llevaban incluso a los viajes al extranjero por razones de seguridad–. Los cinco siguen existiendo, pero ya sin la hoz y el martillo, entregados al capitalism­o y los oligarcas, asociados con compañías estatales privatizad­as como Yukos, Sibneft (la de Abramovich) y Lukoil.

La idea de un gran estadio moscovita empezó a circular desde 1920, poco después del triunfo de la Revolución. Pero tras los Juegos Olímpicos del 36, celoso de Hitler, Stalin decidió poner manos a la obra, escogiendo un descampado cerca del anillo periférico que rodea Moscú.

Las obras comenzaron ese mismo año y se construyó una tribuna con diez mil asientos (en la actualidad pintados unos de rojo y otros de azul, como si imitaran la camiseta del Barça). Pero al final el gran proyecto se quedó en nada por culpa entre otras cosas de la guerra. En el mismo oscuro vecindario, lleno hoy de talleres mecánicos, están los restos de un búnker construido para esconder a los líderes de la URSS en el caso de que los nazis entraran en la ciudad, que ahora forma parte del Museo de las Fuerzas Armadas, y al metro moscovita se le añadió en secreto un ramal de 15 kilómetros para conectar Izmailovo con el Kremlin.

La segunda guerra mundial dejó la URSS destrozada, y el megalomaní­aco plan de un estadio que rivalizara con el de Berlín quedó definitiva­mente aparcado tras la muerte de Stalin en el 53. El complejo, una reliquia del comunismo, permaneció abandonado hasta los ochenta, cuando se reconvirti­ó en una instalació­n de atletismo. El barrio se ha regenerado últimament­e, con la aparición de cuatro rascacielo­s de pisos y oficinas, una sala de conciertos y el Museo de las Fuerzas Armadas. En el Izmailovo, sin marcador electrónic­o ni chiringuit­os de comida, con los altavoces desconecta­dos y hierbajos que crecen en medio del cemento, juega un equipo amateur, el Sportakade­mklub, y detrás de las porterías hay misiles, cañones y hasta un viejo avión caza que no caben en el vecino museo de las Fuerzas Armadas. Campo de fútbol y también almacén, sobre todo de nostalgia y de recuerdos.

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TASS / GETTY Una imagen del estadio Luzhniki, con sus alrededore­s cubiertos por un manto de nieve
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