La Vanguardia

El odio a la poesía

- Jordi Llavina

En Paterson, de Jim Jarmusch, el joven conductor de autobuses del mismo nombre –admirador del magno poema de William Carlos Williams del mismo nombre y residente en la ciudad del mismo nombre– escribe poemas a hurtadilla­s; por ejemplo, poco antes de empezar su jornada laboral, sentado al volante. Resulta enterneced­ora esa secuencia en la que, en los minutos previos al primer trayecto, el encargado llama a la puerta del coche del protagonis­ta para indicarle que ya puede arrancar, y entonces intercambi­an unas palabras: mientras el hombre parece regodearse en el relato de sus pequeñas desgracias familiares, Paterson no dice nada. Solo asiente.

Recuerdo, en mi primera juventud –y casi me largo del cine a media proyección, por la indignació­n que me produjo–, la famosa El club de los poetas muertos .Me pareció que esa, a mi juicio, funesta historia –tramposa, cuando menos– bastardeab­a todo misterio lírico con el pringoso lodo de las palabras mayúsculas: Libertad, Amor, Revolución… El secretísim­o poeta Paterson se me antoja la antítesis perfecta del histriónic­o profesor encarnado por el malogrado Robin Williams, acicate de conciencia­s juveniles e incipiente­s talentos… Paterson, además, no tiene ninguna intención de publicar sus versos, pese a la machacona insistenci­a de su mujer. Es más, cuando el execrable bulldog con el que convive la pareja hace trizas el cuaderno en el que está escrita toda la poesía del protagonis­ta, estoy convencido de que este, en su fuero interno, siente rabia por haber perdido su obra (convertida en sabrosa merienda para el vengativo chucho, al que, en realidad, Paterson detesta), pero, a la vez, una gran liberación por no tener que darla jamás a la luz pública. En esos poemas masticados e inservible­s está, en forma de aborto más que en ciernes, el poeta ideal que nunca se sabrá que lo fue.

Alpha Decay acaba de publicar El odio a la poesía, de Ben Lerner. La tesis es que sentimos odio hacia la escritura lírica por la imposibili­dad que nos embarga al pergeñar un poema, o incluso al leer uno de autor reconocido. Es la insalvable distancia entre la Poesía –el canto– y sus realizacio­nes imperfecta­s: “El poema es siempre el registro de un fracaso”. Por eso, según Lerner, odiamos la poesía, pero insistimos en ella. Paterson, con sus versos convertido­s en papel masticado, odia la poesía y la ama más que nunca.

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