La Vanguardia

La temperatur­a en el trabajo

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Tengo el privilegio de sentarme en la redacción muy cerca de uno de los reguladore­s de la temperatur­a, un aparato con pantallita digital y falsa modestia que es, en realidad, un principio de autoridad que sólo unos pocos y pocas se atreven a ejercer.

Yo me conformo con estar cerca y verlas venir, sobre todo ahora que ha llegado la primavera –que altera la sangre a los salidos de siempre–, estación en la que los resfriados pierden prestigio social en favor de las alergias. Gracias a mi ubicación, detecto una tendencia de género: el termostato en los espacios laborales es un objeto de culto femenino.

Anteayer, día soleado, una compañera de la sección de Internacio­nal se levantó en silencio y tocó el aparatito. Me puede la curiosidad: ¿había subido o bajado la temperatur­a? No siempre acierto en las prediccion­es. –Encuentro que hace calor. Sin querer, la puse en el apuro de sentirse obligada a dar explicacio­nes.

Respiré hondo y en un alarde de torería y valor me fui a los medios.

–Es curioso, juraría que las mujeres os animáis más a subir o bajar la temperatur­a que nosotros.

Terció otra periodista de Internacio­nal. Es una cuestión –vino a decir– biológica.

Soy de letras, pero en otro lance de torería, expresé mi opinión:

–El asunto es otro. Ante la misma situación –tener o no calor o frío–, los hombres somos pasivos y pocas veces nos levantamos a tocar el termostato (que empezó a parecerme odioso: uno abriría o cerraría ventanas, algo que, al parecer, contravien­e no sé que normativa ambiental).

Sufrí un revolcón, el traje de luces perdió alamares y ganó en descosidos.

–¡Este aparato ha sido diseñado por un hombre! ¡Lo ha instalado un hombre! ¡Y lo supervisa un hombre! (Óscar, tan pronto apaga las luces a medianoche de la redacción como sintoniza los canales de fútbol).

¿Hay acaso mayor prueba de que los hombres manipulamo­s la tecnología del siglo XXI para perpetuar, de forma sibilina, nuestra tiranía de género?

El control de la temperatur­a en los centros de trabajo no es, como yo insinuaba con perfidia, un dominio femenino y si lo fuese está inducido por el machismo. La virilidad impide admitir en público que tienes frío o calor, hecho que uno pondría de manifiesto si se levantase de la mesa de trabajo –en lugar de ponerse o quitarse alguna prenda– y fuese directo al aparatito que, encima, hace lo que la da la gana y nos engaña a todos con unos dígitos que van a su aire.

A veces, cuando no hay nadie cerca en la redacción, me planto ante el termostato y le doy un viaje. Supongo que por venganza y para sentirme alguien en esta vida y en el mundo laboral.

Con la primavera, el termostato en los lugares de trabajo cobra relevancia y se vuelve orwelliano.

No hay quien le tosa.

Y se me ocurrió decir que las mujeres se animan más a tocar el termostato en las oficinas que los hombres...

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