La Vanguardia

Somos un club, no una oenegé

- Albert Gimeno

La Liga y la Champions han entrado en ese periodo apasionant­e de la temporada. El periodo Dragon Khan. Aquel en el que todo es posible, los equipos intercalan sus posiciones, los partidos enloquecen, y hasta los jugadores tienen que hacer esfuerzos titánicos para contener la cordura. Uno de ellos, como no, es Gerard Piqué. Central majestuoso, tipo con la cabeza amueblada, valiente, el espigado defensor barcelonis­ta tiene siempre la curiosa habilidad de colocarse donde rompen las olas, en el rincón del surfista. El equipo azulgrana está alterado desde la remontada sin precedente­s. Presión, tensión, juego, goles, tesón. El equipo lo tuvo todo de cara, incluidos los errores arbitrales, pero eso sin duda está por debajo del torbellino de fe que exhibió el conjunto de Luis Enrique.

Desde ese día los jugadores del técnico asturiano se han aferrado a la máxima de matar o morir. Murieron de mala manera ante el Deportivo y mataron al Valencia con la espada amenazando sus gaznates. Piqué, como decía, tuvo un ataque de jugador al borde de un ataque de nervios cuando tras el partido contra el conjunto che se animó a mandar a casa a todos los aficionado­s barcelonis­tas que se atrevieron a silbar a André Gomes cuando éste ingresó en el terreno de juego. Piqué se arroga siempre el protagonis­mo justiciero del defensor de las causas en las que cree, algo loable. Pero acostumbra, con las mismas, a incurrir en excesos verbales que pueden irritar a mucha gente. Él pretende minimizar los efectos de la crítica a un compañero y eso le honra. Nadie mejor que él para saber qué se siente cuando los silbidos son alfileres lanzados desde la grada. Pero como siempre en la vida las formas son clave.

De entrada, no es agradable que la afición silbe a alguien del propio equipo.

Gerard Piqué defiende a André Gomes, pero lo hace sin control, afeando la conducta a quien le paga

Incluso cuando el silbado es un jugador que no ha demostrado nada. Puede entenderse que Piqué exprese su malestar por esa situación, incluso al tratarse de un futbolista que no exhibe, pese al gol que marcó, un constatabl­e propósito de enmienda. Pero lo que no es de recibo es que un jugador del equipo, como Piqué, se atreva a mandar a casa a todos aquellos que silban a Gomes antes de que toque un balón. El aficionado, el socio, es soberano, puede hacer lo que quiera. Puede ser criticado pero con algunos límites. Y Piqué, el central majestuoso, el presidente in pectore por la ausencia de mensajes de la cúpula del club, no deja de ser un empleado que afea la conducta a un accionista o a un cliente. Es muy triste tener que silbar a un jugador pero cuidado: más triste es sufrir a alguien sin sangre cuya aportación es inquietant­e. Ojalá la próxima temporada obre en el portugués un cambio integral pero mientras tanto que aguante su vela, la de la ineficienc­ia tras un traspaso de primer nivel. Esto es un club de fútbol no una oenegé.

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