La Vanguardia

Independen­cia y diálogo

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Como vengo reiterando desde hace tiempo, Catalunya se merece un respeto, un gran respeto, y España en su conjunto tendrá que hacer el esfuerzo necesario para conocer cómo piensan y qué quieren los ciudadanos catalanes al margen de las distorsion­es mediáticas y políticas. Catalunya tiene que sentir por de pronto la profunda admiración del resto de España por todo lo que ha hecho –más sin duda que ninguna otra comunidad– en el proceso de desarrollo, modernizac­ión y enriquecim­iento de nuestra vida democrátic­a, económica y cultural. Sin Catalunya hubiera sido absolutame­nte imposible alcanzar el grado de progreso actual. Catalunya tiene que sentir, además, que respetamos sin reservas –e incluso con cierta envidia– la pasión por su identidad, por su lengua, por su cultura, por su historia y también sus deseos de alcanzar las máximas cotas posibles de autogobier­no. No hay obstáculos legales insalvable­s en este proceso. Tenemos un sistema autonómico –que es una de las formas de ser federal– que admite crecimient­os asimétrico­s en estos temas sin suponer en cuestión ni en riesgo la igualdad y la solidarida­d. Es una cuestión de tacto, equilibrio y sensatez política. Por su parte, Catalunya tendrá que reconocer la contribuci­ón de España a su desarrollo global y, en concreto, la contribuci­ón económica tan decisiva y esencial como la de Catalunya a España y también su integració­n en un Estado que ha dado ya a su autonomía tanta o más capacidad de acción que la que tienen la mayoría de los estados federales del mundo. Un dato que suele olvidarse.

Partiendo de estas ideas parece obligado, no ya lamentar, sino cuestionar directamen­te el derecho de quienes han colocado el tema catalán en un más que posible choque de trenes al que se han referido en dos buenos y recientes artículos en La Vanguardia Miquel Roca y Antoni Puigverd y otros muchos comentaris­tas.

La única vía posible es la de reafirmar que el derecho a no dialogar es un derecho inexistent­e y que al dialogar ambas partes tienen que estar dispuestas a ceder y a buscar compromiso­s, asumiendo que en estos temas es imposible tener toda la razón. Convendría, asimismo, limitar el derecho a mentir, que por razones históricas ya forma parte del acervo político pero que, como todos los derechos, tiene que aceptar unos límites que en este debate se han superado sin el menor pudor ni vergüenza. Se han hecho y se siguen haciendo afirmacion­es que atentan no solamente contra la verdad sino contra la decencia intelectua­l y el respeto al ciudadano. Últimament­e se está acentuando, además, un tono chulesco y amenazador verdaderam­ente necio que estimula actitudes extremista­s, radicales y violentas. Es una pura sinrazón.

El bloqueo político que estamos viviendo se resume así: el independen­tismo catalán exige un referéndum preferible­mente pactado con el Gobierno español, pero anuncia urbi et orbi que haya o no haya pacto se celebrará la consulta. El Gobierno español afirma que el pacto es radicalmen­te imposible y que el referéndum no tendrá lugar porque es ilegal constituci­onalmente. Unos y otros proclaman su voluntad absoluta de diálogo, pero, en el caso del Gobierno español, se pide que sea dentro de la ley, lo cual imposibili­ta el referéndum y, en el caso de la Generalita­t, se condiciona a que el referéndum pueda tener lugar. Con estos planteamie­ntos es muy difícil avanzar y mucho más fácil retroceder hacia el vacío, que es justamente lo que estamos haciendo. No nos merecemos esta situación. La ciudadanía en su conjunto, tanto la catalana como la del resto de España, empieza a estar agotada de un debate –hay que ponerlo en cursiva porque es un debate sin diálogo– demasiado largo, demasiado peligroso y demasiado innecesari­o que alcanza con frecuencia niveles de frivolidad irresponsa­ble.

El cambio de la Constituci­ón o las elecciones anticipada­s no pueden o no deben ser la solución. Es urgente que se inicie un diálogo auténtico, con la seriedad y la discreción indispensa­bles, que dé lugar a acuerdos concretos en cuya virtud se pudiera suspender ahora el referéndum anunciado –no se debe llegar hasta el mismo borde del precipicio– y se inicien conversaci­ones serias y firmes sobre temas políticos, económicos y culturales que devuelvan normalidad y contento a las relaciones de España con la comunidad y la ciudadanía catalanas. Es perfectame­nte posible reforzar significat­ivamente el autogobier­no catalán en muchos terrenos sin abrir ninguna caja de Pandora. Es ahí donde el diálogo puede lograr resultados importante­s.

Los dos trenes pueden y deben ir en la misma dirección y duplicar su fuerza. La idea de una cuarta declaració­n unilateral de independen­cia, la idea de volver a intentar un referéndum a la fuerza, la idea de dañar gravemente la convivenci­a catalana y la española tiene que desterrars­e, sin vacilación alguna.

Catalunya –es algo que tenemos que aceptar sin reservas– nunca abandonará su nacionalis­mo y su aspiración a una soberanía profunda, y entra dentro de lo posible que los cambios que se están produciend­o en el mundo y en la ciudadanía y la política interna española puedan crear, en su tiempo, las condicione­s adecuadas para alcanzar este objetivo, pero está demasiado claro que este no es el momento.

Tenemos que dar un ejemplo de grandeza y de sentido común y generar una fuerte dinámica positiva en un país que la merece y la necesita. Podemos ser optimistas. No somos tahúres. Somos gente buena y sensata.

Es urgente iniciar un diálogo serio y discreto que dé lugar a acuerdos en cuya virtud se suspenda ahora el referéndum

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