La Vanguardia

La cruz de las sexólogas

- Joaquín Luna

La gente no espera que la ministra de Agricultur­a y Pesca, Alimentaci­ón y Medio Ambiente, doña Isabel García Tejerina, sepa pescar con anzuelo, labrar en barbecho o distinguir un langostino de Huelva de uno de Vinaròs.

Ahora bien, si la ministra fuese una profesiona­l de la sexología, la gente se tomaría confianzas y aprovechan­do que es de Valladolid diría “¡ancha es Castilla!” y lo más probable es que la señora ministra hiciese como una amiga sexóloga que, cuando sale de copas y alguien le pregunta su profesión, salta veloz: –¡Soy decoradora! El día jueves en el programa Divendres de TV3, coincidí con una sexóloga, Elena Crespi, y le transmití si esta reputación era tan incómoda.

–¡Incluso a mis padres les han insinuado que su hija debe de ser un poco guarra! ¡Orden en la sala! Mientras que nadie se mete con los sexólogos ni da por descontado que estos profesiona­les de la psicología sean unos pichas bravas en su tiempo libre, las sexólogas se ven obligadas a disimular, porque aún quedan hombres que oyen la palabra sexo y se desabrocha­n la bragueta. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! Si usted, por ejemplo, es de los hombres que se desnudan de cualquier manera, ¡muy mal hecho! Está, sin darse cuenta, propiciand­o debacles y haría bien en seguir el consejo práctico que una sexóloga le ofreció a un compañero de juergas.

–El hombre tiene que quitarse primero los zapatos (hasta ahí llegamos). Después los calcetines (¡cuántas debacles se evitarían!). ¿Y qué más? ¡La camisa! (los enclenques tenemos nuestras dudas). Es más erótico. Y, finalmente, sin prisas, los pantalones.

¿Y cómo hay que dejar la ropa? ¿Doblada, bien doblada o desperdiga­da? ¡Ah! Eso ya no es asunto de la sexología sino de cada cual y depende de si juegas en casa, en el Camp Nou –las mansiones imponen orden– o en el asiento posterior del vehículo de una divorciada, con su entrañable silla para niños que tanto induce a reflexiona­r sobre la condición humana.

Yo trato de seguir este protocolo sobre la forma de desnudarse aunque en orgías soy más partidario de dejar la camisa para el final porque se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan: saltan liebres que imponen un ritmo inesperado y no es cuestión de quedar rezagado.

–También hay hombres que nos temen, no te creas.

A poco que uno lo piense, ser sexóloga en la cuenca mediterrán­ea es una profesión de riesgo porque los hombres, en nuestra natural soberbia, creemos saberlo todo cuando lo que tratamos es de disimular ignorancia­s y preguntar lo justo.

Sólo les rogaría ahora que no vean en su decoradora una sexóloga vergonzant­e, no sea que, como cada domingo, haga yo “amigas”.

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